México posee una cultura antagónica, o “antagonística”, han dicho algunos. Se refieren al hecho de que, por historia y conveniencia, se desconfía especialmente del poder público y de quienes lo encarnan. Parte de nuestro origen revolucionario (sólo se justifica una revolución cuando el gobierno es ilegítimo) pero también se mezcló con el poderoso discurso anti estatal del programa económico de la economía neoclásica, que rige al mundo, por lo menos, desde la década de 1980. Esto hace que todas las instituciones del orden estatal en México, desde la ley hasta el policía de tránsito, sean objeto de desprecio y negociación, antes que de respeto y obediencia. Tema viejo pero no resuelto.
Frente a la pandemia, los discursos comienzan a encenderse hacia los distintos rangos del espectro político, pero puede distinguirse el mismo rasgo apuntado arriba, y eso tienen consecuencias graves para la recuperación que pueda tener nuestro país, en términos sanitarios y económicos. Todo el mundo (salvo los más excéntricos) convienen en que esta crisis no tiene como responsable directo a nadie. Es una calamidad, más parecida a un desastre natural que a una mala decisión. De ahí podría seguirse, en principio, que las actitudes de higiene y las propuestas de reactivación económica serían responsabilidad de todos, porque responsabilidad no es necesariamente culpa, sino solidaridad mutua.
Pero muchos actores siguen pensando en el marco referencial antagónico, y según ellos, de lo que nadie tiene la culpa, el gobierno la tiene. Así, para superar esta crisis, el gobierno debe asumir los costos y paliar los daños repartiendo beneficios. Esos van desde el rescate a empresas (condonar impuestos, regalar dinero, así de claro) a créditos que se dan con el acuerdo previo de que nunca se pagarán. Además también un empujón de liquidez a los bancos y a “los mercados”, ese hoyo negro tan peculiar. El razonamiento que manejan es revelador. Ven las contribuciones como una especie de fondo de ahorro, donde sus impuestos ahora se tienen que convertir en dinero, rapidito y sin hacer preguntas. Es la consecuencia de ver el mundo como un mercado donde unos compran y otros venden, ya sean bienes en la tienda, votos, lealtades o leyes a modo. Y el que puede comprar más, el más rico, debería tener entonces más derechos. Es un resquicio aristocrático de los primeros teóricos de la democracia, que pretendían que los propietarios de tierras tuvieran un voto de mayor calidad y que contara más, que los desposeídos. No es broma.
En primer lugar, conviene recordar que los empresarios tienen, legítimamente, el interés de hacer riqueza, en primer lugar para ellos mismos. No echan a andar un negocio para “generar empleos”. Necesitan de empleados para generar su bien o servicio, que no es lo mismo. Y mientras más utilidad les quede después de gastos, mejor. Nada de malo hay en ello, pero no se entiende el giro filantrópico con el que exigen que se les exima de hacer sacrificios durante esta crisis. Por otra parte, las contribuciones de todos son necesarias para mantener la parte del Estado que no es atractiva para los negocios, pero debe hacerse. Desde las escuelas públicas, bomberos, sistemas de salud y calles pavimentadas, alumbrado público, servicio de limpia, policía, y un largo etcétera. Además, hasta el más humilde consumidor que compra un refresco paga IVA, por lo que nadie está completamente libre de impuestos.
Las crisis globales no son problemas fáciles ni hay recetas seguras para su superación, por eso se llaman así. Pero no estaría de más hacer un esfuerzo de imaginación política para evitar que cualquier propuesta sea un juego de suma cero, donde tú me tienes que dar por el sólo hecho de que yo estoy perdiendo, sin importar que millones queden desamparados, porque de por sí no tienen nada. Todos estamos perdiendo; todos estamos en la incertidumbre. El egoísmo ingenuo de los capitalistas mal leídos no funciona en situaciones críticas. No es un asunto moral, sino de visión y consecuencias. Veamos más allá de nuestro altero de prejuicios. Por el bien de todos.