En el sureste mexicano, el año de 1924 comenzaba mal. Durante la lluviosa madrugada del 3 de enero, el Cementerio General de Mérida se convertía en escenario de uno de los crímenes más abominables contra la justicia social, la lucha revolucionaria y la incipiente izquierda mexicana.
Pasaban las 4 de la mañana cuando uno de los títeres del impostor delahuertista Juan Ricárdez Broca se acercó a uno de los doce hombres enfilados hacia la muerte y comenzó un interrogatorio que parodiaba la declamación de un estribillo memorizado:
—Felipe Santiago Carrillo Puerto, ¿desea usted un confesor? —preguntó.
—No soy católico —respondió.
—¿Requiere un notario?
—No tengo bienes —afirmó.
—Entonces, ¿cuál es su último deseo? —cuestionó el siervo del golpista y de los hacendados henequeneros de la casta divina que, según dicen las malas lenguas, habrían pagado buen dinero por la cabeza del primer gobernador socialista de América.
-—¡No abandonen a mis indios! —dijo Carrillo Puerto en lo que fue su último grito de justicia.
Y si bien algunos dudan de este dicho, nadie desmiente que la libertad de los indígenas explotados fue el ideal del llamado apóstol de los mayas desde su adolescencia, cuando convenció a los campesinos de tirar las albarradas que los mantenían secuestrados en la hacienda Dzununcán, aunque ello hubiera de costarle su primer ingreso a la cárcel.
El pelotón ni siquiera esperó el alba para consumar la ejecución; había que anticiparse a la llegada de un indulto presidencial desde el lejano centro del país. Felipe Carrillo se llevaba al calvario a tres hermanos de sangre y a ocho de lucha, y dejaba a su peregrina de ojos claros y divinos, a su adorada Alma, con su ajuar de crepé de seda y perlas de vidrio.
Era tarde para matarlo. Para la eternidad quedaría el asombroso legado del dragón rojo: la primera traducción de la Constitución al maya, el derecho de voto a la mujer yucateca tres décadas antes de que fuera ejercido en todo el país, el reparto de cientos de miles de hectáreas de cultivo, la creación de la Universidad Nacional del Sureste, de las escuelas nocturnas para adultos y del Museo Arqueológico Nacional; las más avanzadas legislaciones posrevolucionarias de defensa ciudadana, incluida la primera ley del divorcio; su honestidad ejemplar y su ideario incorruptible.
Quien fue capaz de convertirse en cirquero, músico y periodista por pura solidaridad, el hermano de Elvia, la monja roja del Mayab, el hombre admirado por grandes de su tiempo como Diego Rivera, Serapio Rendón, Ricardo Flores Magón, José María Pino Suárez, Emiliano Zapata, Franklin Delano Roosevelt, Herbert Hoover y José Ingenieros, entre muchos otros, había dejado ya su huella indeleble.