-No apagues la luz, me gusta mirar tu desnudez-, dice aquel hombre de voz firme, pero en su expresión va más una petición misericordiosa que un acto de autoridad, sus ojos encendidos, miran a aquella mujer con lujuriosa devoción, -regresa aquí, esta cama es un océano de hielo sino estás- le dice mientras acomoda su pelo cano, ella oscila su dedo índice mientras coloca una sonrisa socarrona en su rostro iluminado, ante la negativa de ella, el varón se incorpora mostrando el esplendor de su cuerpo, que a sus sesenta y cinco años, se deja ver imponente, como aquellos árboles en el que la corteza está arrugada, pero tan llenos de vida en su interior, listos para vivir tres vidas.
La toma en sus brazos, se apodera de ella, la envuelve con sus besos, de manera apresurada la regresa a la cama, se miran con ansiedad, se buscan con desesperación, sus bocas sedientas se sacian una con la otra, sus cuerpos se agitan, los sudores se mezclan, las secreciones se evaporan, el delirio los acompaña, se perfuman con el mejor de los olores, el del placer.
Poco a poco las pulsaciones, la respiración, vuelven a su nivel, no se dejan de mirar, él toma una de sus manos, besa delicadamente su rostro, procurando llenar de amor las contadas arrugas que hay en ella, así su boca pasa de la cara, al cuello, al pecho, al abdomen, se detiene un instante, suspira y con voz pausada le dice, -¡me gustas tanto! Eres tan bella como todos los amaneceres juntos-.
La mujer sonríe, le acaricia el pelo, sin mirarle, le dice, -Francisco, no tienes que mentir, sé que soy vieja y llena de arrugas, ¿cómo te puedo gustar? Me tienes sin que me digas cosas que no son ciertas. El hombre se incorporó, la miró con un dejo de escepticismo para en tono casi monástico, decirle, -Rebeca, me gustas más de lo que te puedes imaginar, me gustan tus arrugas, porque esos contados pequeños y delicados surcos en tu piel se vuelven poesía al combinarse con tu sonrisa, con tus ojos, me encanta la cicatriz de tu cesárea porque es prueba de que eres vida que da vida, eres hermosa aunque no cubras tus canas, me gusta saber que a tus sesenta años, estás llena de vida, que eres esperanza, y que por todo eso me llenas de luz, de esperanza, de ganas de vivir.
Rebeca lo miró con esa mirada que solo los enamorados saben dar, -me haces sentir tan única, tan especial, no pensé que a mi edad pudiera volver a sentir este sentimiento tan grande, estas ganas de vivir, este amor que me despierta por la emoción, estas ganas locas de tenerte de tenerte conmigo, de desearte y de sentirme deseada, de saberme mujer nuevamente, de perder el miedo al qué dirán, de no sentir que soy una vieja ridícula por decir que creo en el amor de nuevo.
Francisco soltó una leve sonrisa, a lo que ella, le reclamó, pero de qué te ríes hombre, es solo la verdad, estaba llena de miedo, aunque no lo creas estar contigo en la cama fue como perder mi virginidad de nuevo, después de tres hijos, ¡imagínate!
Pues no solo lo imagino, lo vivo, lo vivo gracias a ti, porque supe que a esta edad no se puede andar con miedo, a esta edad ni a ninguna, que si los hijos, que el qué dirán, nosotros ya nos dimos a ellos, ahora estamos para encontrar la tranquilidad, el amor, porque… ¿quién dice que hay una edad para enamorarse? ¿Acaso solo los jóvenes pueden sentir amor?... quien lo diga un mustio que no sabe de qué va el vivir, no sabe lo que es darse otra oportunidad, no entiende el sentido de la vida.
Te gozo tanto porque sé dentro de mí que cualquiera de estos días puede ser el último, nuestra despedida, y así lo vivo, porque en mí lo único que cuenta es el presente, porque el mañana puede ser demasiado tarde, y no, no me siento viejo, me siento joven a tu lado, pero un joven consciente de que ha vivido sesenta y cinco años, sabiendo que los pocos o los muchos años que me queden en este plano existencial los quiero contigo.
Porque estas entrañas que se entregaron a ti, te necesitan todo el tiempo, porque tu solo nombre me hace suspirar, porque tus ocurrencias, tus gestos, tus manías, son necesarias para el cuadro de vida que me pinto día a día, sin ellos, sin ti, mi vida es una tela blanca, sin emociones, con poco sentido.
Este palpitar que me revienta el pecho al tenerte cerca, es un grito de amor tan grande que se escucha hasta el fin del mundo; este frenesí que provocas hace que mi cuerpo entero se hinche a punto de explosión del deseo que provocas, eso provocas Rebeca. Llámame cursi, pero para mí no hay emoción más grande que sentir tu piel, me gusta acariciarte Rebeca.
- Tus caricias son música en mi piel-, le responde ella, con palabras que apenas salen por la emoción tan grande que le provoca Francisco, me llenas de alegría, de paz, de amor, termina por decirle antes de besarlo nuevamente.
Estás en mí, soy tuya, le susurra ella mientras sus labios se acarician mutuamente, sus dedos se pasean por el rostro de Francisco, por sus brazos, su abdomen… se entregan a los placeres que solo un cuerpo con otro puede entregar, sin pensar en el mañana, ni en la edad, bueno, Francisco sí un poco, pero ese día su mejor erección no fue patrocinada pastilla azul alguna, sino por la húmeda e inquieta boca de Rebeca.