Sería en Matehuala - qué importa- donde bajó del autobús. De allí tuvo que seguir en burro y luego a pie para llegar a Doctor Arroyo, su destino en los confines de Nuevo León. Por aquel entonces, a principios de los setentas, no había rutas ni transportes. Era un viaje al fin del mundo, y ella, apenas una muchacha, se había aventado y se sentía feliz. Era la gran aventura de su juventud, su primer trabajo. Acompañarla en sus relatos era volar hacia un mundo remoto, apenas imaginable, y explorarlo a través de las imágenes en palabras recién estrenadas, pero sobre todo en sus propios ojos, que veían lo que relataban, en su gesto, en la inflexión de su voz, en su pasión. Veíamos grandiosos paisajes, un vergel con la vida articulada en torno a una acequia de riego. Oíamos hablar del arte de la siembra, del huerto y de sus frutos de fábula, de la familia de acogida, de los niños en el destartalado salón, del calor en el trato de las gentes. La aventura estaba en un lugar adormecido del México profundo, en una vida elemental sin agua corriente, ni drenajes, cosas incomprensibles en la ciudad. Era una historia sin acontecimientos, más bien una aventura de valores. La profesora Idalia contaba de su primera experiencia profesional con el calor y la naturalidad que las madres y las abuelas narran la epopeya familiar. Porque, más allá de los pequeños saberes en ortografía y aritmética, aquella experiencia de vida era el verdadero capital de la maestra. Lo era ella misma y la materia era su mirada sobre las cosas. El valor de la vocación. Después de Idalia vino Ismael, con sus pantalones acampanados, su guitarra, sus canciones, y su empeño en fomentar nuestra creatividad. Y así año tras año, siguieron otros más hasta llegar luego a la universidad. Maestros y profesores cuyo trabajo era abrir horizontes.
El 15 de mayo, fecha de la memorable toma de Querétaro en 1867 y el fin del Segundo Imperio, se celebra desde 1918 el Día del Maestro en México. Una comunidad cercana al millón ochocientos mil miembros… indispensables. En los últimos años, el gran conflicto generado por la Reforma Educativa y la resistencia del colectivo de maestros, han hecho mella en un prestigio que antes era connatural a la profesión. Hechos que también reflejan la crispación generalizada que padece la sociedad mexicana.
Es cierto que México tiene que cambiar; sobre todo tiene que hacerlo en los lugares más recónditos, en las serranías, en los semilleros de pobreza, marginación y violencia, allí donde los maestros y maestras realizan una labor heroica. Tiene que cambiar la educación y la profesión magisterial tiene que adaptarse a los retos del siglo XXI, precisamente porque son sus miembros quienes les dan a los nuevos mexicanos las primeras herramientas para construir el edificio de su persona y de la sociedad. No basta conformarse en sostener el modelo de precariedad en que los maestros y maestras no pasan de ser emisarios de una lejana civilización urbana, de un mundo hecho para otros. Todo esto es cierto, como lo es también que la realidad no se fabrica en los despachos. Una cosa son las leyes y otra cosa son las regulaciones para su aplicación, que han de ser flexibles y contemplar la realidad sobre el terreno. Las diferencias en México en renta y desarrollo social son demasiado abrumadoras como para nivelar la realidad a golpe de decreto. El cambio que se quiere fomentar en educación tiene que ir acompañado de inversiones en infraestructura y oportunidades. De no ser así, los esfuerzos exigidos al colectivo magisterial no podrán traducirse beneficio social y la realidad que se gesta lejos de los despachos nos seguirá golpeando.