A veces da la impresión de que se trata de una masacre. Todos los días se genera información de niñas y mujeres asesinadas, desaparecidas, secuestradas o violadas, víctimas de la violencia más ultrajante. Los números son inconcebibles, en una espiral de barbarie incontenible.
Al día de hoy, algunas mediciones hablan de 1200 feminicidios en México, en lo que va del año 2019. Es escalofriante y perturbador si consideramos la saña bestial con la que los asesinos consuman esos homicidios. Descuartizamientos, decapitaciones, apuñalamientos masivos, golpizas despiadadas, violaciones antes y después de la muerte de las víctimas.
Todos sabemos de algún caso de violencia criminal contra las mujeres, sea algún caso cercano o referido por amigos o conocidos. Parece una epidemia incontrolable. La joven profesionista que aborda un taxi en la Ciudad de México y a los pocos minutos el vehículo se mete en un callejón y la mujer es violada y asesinada, su cuerpo es tirado en lugares lejanos, como basura.
Se dice que en la Ciudad de México hay decenas de violadores seriales, sicópatas asesinos que utilizan taxis o carros de Uber para capturar, ultrajar y matar mujeres. Versiones periodísticas señalan que tienen modus operandi sencillos, elementales, es decir, actúan sin mayores precauciones ni complejidades. Muchos de ellos, a plena luz del día. Pero no son capturados, la impunidad es infinita.
En todo el país ocurre la tragedia, la niña que reconoce al ladrón o al asesino y es ejecutada nomás por que sí, porque podía denunciar al criminal, desde luego, previamente es violada y luego, tal vez, desmembrada. Las señoras que son acribilladas en su tortillería porque se atrevieron a denunciar extorsiones, las novias o esposas asesinadas por su pareja, sin más, nomás porque el hombre no pudo contener las ganas de matarlas.
La violencia y la discriminación hacia las mujeres obedece a causas estructurales, ancestrales. Estructuras concebidas y materializadas desde la perspectiva de la dominación masculina, que generaron a lo largo de siglos y milenios una gran desigualdad basada en el género, donde las mujeres padecen desventajas casi inamovibles en los ámbitos laboral, familiar, económico, empresarial, educativo, profesional, político y cultural.
No hace mucho tiempo, las mujeres no tenían derecho a votar, a tener propiedades, a estudiar, a decidir sobre su cuerpo ni a opinar. Hace un poco más de tiempo, no eran vistos como seres humanos en igualdad de dignidad respecto a los hombres. “La mujer es un varón mutilado”, es decir, incompleto, no humano, proclamó San Agustín. Incluso en la era romántica, hace siglos, la mujer fue construida como objeto del amor, pero sin voz ni voto.
La desigualdad estructural basada en el género tardará mucho tiempo en ser desmontada. Desde hace décadas, la lucha de las mujeres va en ese sentido y se han registrado avances importantes. Pero la meta de la igualdad sustantiva requiere la desconstrucción de los valores, mitos y creencias culturales, simbólicos, políticos y sociales que reproducen en el pensamiento de las personas, hombres y mujeres, las condiciones y el ánimo de la discriminación y la violencia basada en el género.
Esa lucha por los derechos humanos de las mujeres, por la igualdad sustantiva, por el reconocimiento de su dignidad, hoy ha coincidido en México con una ola de violencia degradante en su contra. La insuficiencia de instituciones, legislación y personas convencidas, hace más cruel y desesperante la actual masacre de niñas y mujeres. Un solo ejemplo: la denuncia de un feminicidio o una violación es un calvario para las víctimas, reciben burlas, humillaciones y represalias. Como dirían los clásicos de la teoría social, es todo el sistema el que segrega a las mujeres, siempre, pero más en los trances trágicos.
Por eso, la explosión de las mujeres que participaron en las recientes marchas en la Ciudad de México, al grito de #NomecuidanMeviolan, es absolutamente legítima, regeneradora e inspiradora. En las manifestaciones callejeras hubo cristales rotos, mobiliario y equipo urbano destrozado, oficinas de la policía incendiadas. Más allá de posibles personas infiltradas para generar violencia y desacreditar la causa, como suele ocurrir en este tipo de manifestaciones, fue notable que las manifestantes se sumaran o aplaudieran los destrozos.
Varas de ellas expresaron que fue una catarsis, la liberación de un grito de furia, la manifestación de la profunda indignación que sienten por la ola de violencia asesina contra ellas, por la pasividad e ineficacia del Estado para prevenir y castigar a los feminicidas. Vimos una rabia de mujeres que tienen miedo, pero también tienen coraje, un grito de condena ante la insensibilidad de las autoridades capitalinas que, en una postura inaceptablemente autoritaria, condenaron los destrozos materiales y dejaron de lado las irrefutables demandas de justicia y dignidad de las mujeres.
Gobernantes capitalinos y federales, periodistas, amplios sectores de la derecha, académicos de “izquierda”, escritoras notables, condenan el movimiento de las mujeres concentrándose en los cristales rotos, la diamantina en la cabeza del ineficaz jefe de la policía y las pintas del Ángel. Así no, les dicen, evocando la advertencia de Díaz Ordaz a los estudiantes antes del 2 de octubre. Es inaceptable esta postura que, en el fondo, ignora o, lo que es peor, contribuye a ocultar la violencia criminal que hoy padecen las mujeres de México.
Es de celebrar que, lejos de amilanarse o desanimarse, las mujeres anuncian su determinación de seguir manifestando su indignación, que griten a los cuatro vientos que, ante la brutalidad impune de sus asesinos, no son tiempos para “portarse bien”.