Algunos caminos llevan a la Presidencia. No siempre desembocan en ella, como bien lo sabe uno de los candidatos actuales. Hasta hace unos meses, un solo medio te conducía por ese camino. Ahora los medios se han diversificado, las candidaturas independientes abrieron otras posibilidades. Transitar a bordo de ellas, si bien no proporciona a los candidatos los beneficios del vehículo tradicional: los partidos políticos, facilita a los ciudadanos en general la posibilidad de acceder a puestos de elección popular sin tener que afiliarse a alguna de las estructuras partidistas ya tan devaluadas en nuestro país.
Así, el ciudadano de a pie con ideas, aspiraciones, talentos y años invertidos en estrategias para implementar políticas públicas elaboradas sesudamente en mesas de cafés, o el intelectual estudioso, analítico, con ideas progresistas y un trabajo mediocre con un sueldo de risa, incluso el científico olvidado de todos en un cubículo o laboratorio que nadie visita en alguna universidad, o el joven o viejo, da igual, idealista, contestatario y enemigo feroz del sistema, femeninos o masculinos, habitantes de la ciudad o del campo, avalados o no por un título profesional o por años de experiencia en el servicio público, amas de casa, maridos oprimidos, en fin, cualquiera con ganas, muchas ganas, puede ahora aspirar a competirles a los feroces y bien respaldados miembros de los partidos políticos.
Esa era la idea. O esa es, dicen. Lo cierto es que en las elecciones para Presidente de la República nos estamos estrenando en el experimento. Candidatos ciudadanos, comentábamos con entusiasmo. Sabíamos que les sería difícil figurar en la boleta. Reunir la cantidad de firmas necesarias para ver su nombre impreso en ella era una misión poco menos que imposible. Los requisitos impuestos por el órgano electoral acotaban las posibilidades a quienes contaran con recursos humanos y financieros que no están al alcance de cualquier mortal. Resultado: Dos candidatos independientes: una del partido al que recién había dimitido, el otro, un ex priista devenido gobernador independiente de Nuevo León.
El Bronco, que ya había logrado ser electo por esa vía, quiso probar suerte para la grande. El hombre no pierde nada, si acaso regresará a Nuevo León con más reconocimiento a nivel nacional que como capital político nunca sobra y algunas antipatías y simpatías extras. El caso de Margarita ha sido más tortuoso: la lucha por la candidatura en su partido fue digna del episodio más encarnizado de Juego de Tronos. Apoyada por una buena parte de los militantes del PAN, y dado el poder que ejercía dentro de él su marido, veía muy cercana la posibilidad de ser lanzada como su candidata. Su militancia de veintitrés años y el arraigo y la historia de su propia familia en el partido la avalaban lo suficiente para tener esa legítima aspiración.
No contaba Margarita con la aplanadora que venía arrasando en sentido contrario: un muy joven pero ferozmente decidido Ricardo Anaya. Margarita y su gente lo vieron venir cuando ya la inercia de la bola de nieve era imparable. Antes de siquiera llegar a las fechas límite para definir candidato, la señora Zavala y su equipo leyeron la realidad y la llevaron a renunciar al PAN para lanzar su candidatura por la nueva vía: la de los independientes.
Si Margarita ha sido buena candidata o no, si han sabido manejar su imagen, si han mostrado o no lo que la señora puede ofrecer es algo para la polémica. Lo que es seguro es que ella ha hecho lo que debía hacerse: ha cumplido presentando propuestas, ha sido seria, se ha preparado para enfrentar a sus adversarios en el primer debate, ha trabajado incansable con su equipo, renunció al financiamiento público para su campaña, en fin, su comportamiento ya como candidata ha sido impecable. Lo triste del caso es la respuesta a la la pregunta: todo esto, ¿le alcanza?.
A juzgar por los números que arrojan las encuestas, la respuesta es no. Margarita Zavala no logra repuntar, sus números son cada vez más bajos y siguen en caída. No se advierte por ahí el hado que logrará catapultarla hacia un lugar competitivo en la contienda. Entonces, ¿para qué continuar? Desgastarse en una lucha que de antemano se sabe perdida es, lo menos, una necedad.
¿Debería la señora Zavala retirarse de la contienda? ¿Declinar a favor de otro candidato? Hacerlo, en este momento, sería un acto de valor y reconocimiento de la realidad. Guardar las armas, abatir los peones, los alfiles, galopar los caballos en retirada y quedar al acecho para una ocasión más propicia nos hablaría de un razonamiento frío, de una personalidad congruente que ha aprendido a elegir sus batallas. Además, hablaría de un amor al país demostrando con hechos contundentes lo que los demás pregonan.
Dejar el campo de batalla a quienes tienen posibilidades reales significa sumar. Retirarse a tiempo, difícil decisión reservada a espíritus elevados. Ella lo haría con la frente en alto y apelando a un bien mayor. Una retirada digna de una mujer sabia. Reconocer y aceptar la realidad no es asunto menor ni de espíritus mediocres. Si persiste en su empeño de quedarse, Margarita corre el peligro de volverse invisible y éste no es un destino a su altura.