Se dirige a la población como “mis queridos compatriotas” porque no falten calor y patria, y no pide el voto para sí misma, sino para Francia. Ella es Francia, y es Marine, la primera mujer que tiene el dudoso mérito de haberse convertido en referente global de la ultraderecha. Así se presenta en los carteles, milagrosamente rejuvenecida por el photoshop, vistiendo falda -cosa rara en ella- con atisbo de pierna incluido, en riguroso azul, relajada y serena, haciendo gala de un refinamiento que no le es propio. Por primera vez Marine Le Pen acude a signos recurrentes de la condición femenina buscando una imagen “más tranquilizadora", al decir de su padre, mas empática y familiar. Una mujer como tú. El apellido Le Pen, que para muchos votantes se asocia al estilo tabernario del viejo dinosaurio Jean Marie, queda omiso para que no estorbe, lo mismo que el nombre del propio partido, el Frente Nacional, cuya presidencia Marine ha delegado provisionalmente para reforzar su candidatura personal. Con ello pretende asemejarse a su contrincante, el independiente Emmanuel Macron, retándole de tú a tú. Pequeñas argucias para cubrir vergüenzas que podrían molestar en “la Francia de todos”, la que Marine dice representar.
El objetivo de su campaña es acabar con la demonización de la ultraderecha y romper el consenso republicano que en 2002 reunió al 82% de los votantes franceses en torno al conservador Chirac para cerrarle el paso a Jean Marie Le Pen. La estrategia pasa por apoderarse de los conceptos que siempre han manejado sus rivales de todo el espectro político. La defensa de la civilización, de las causas sociales, y exaltación de la nación como entidad ética y valor supremo. Es decir, todo de todo para todos. Y para que no quede sombra de duda, también ha rebajado su agitación contra la Unión Europea una vez demostrada su escasa rentabilidad electoral. Los estrategas de Marine Le Pen se mueven con rapidez y no pierden prenda. En la primera vuelta, la candidata superó por primera vez la barrera del 20%, con 7,68 millones de sufragios, y se le augura para la próxima cita, el próximo domingo 7 de mayo, la definitiva, por lo menos un 40% del voto, con tendencia ascendente. Pese a la cómoda ventaja que los sondeos pronostican a Emmanuel Macron, el presidente Hollande y muchas otras voces relevantes, tanto en Francia como en Europa, han alertado de los riesgos que su avance representa para la sociedad francesa y para la Unión Europea en su conjunto. La inesperada victoria de Trump y el triunfo del Brexit son referentes cercanos, pero tanto más lo son los movimientos sociales que se dieron en la Europa del período de entreguerras del siglo XX, y que sus ciudadanos no pueden permitirse el lujo de olvidar.
El fenómeno Le Pen es un síntoma del malestar que aqueja a la sociedad francesa, pero lo es a su vez de una nueva realidad europea: el regreso al viejo continente de las utopías regresivas basadas en la identidad nacional. Se trata de un fenómeno transversal que ha sustituido la antigua lucha de clases por la oposición entre globalización y nacionalismo. Un conflicto agravado por la pérdida de patrimonio que la década de crisis ha acarreado a amplios sectores de la sociedad, a lo que se suma la masiva afluencia de inmigrantes.
La Francia a la que se dirige Le Pen es un país aquejado de un antiguo malestar. Es el país de la grandeza, que ha practicado siempre una lectura autocomplaciente de la historia, y que se ve hoy, por agravio comparativo con su pasado, sumido en una crisis de identidad. Las cosas ya no son lo que eran. Francia ha perdido protagonismo en Europa y mira con desagrado el liderazgo alemán. Su economía, también ha perdido pujanza. El estado demanda reformas que ningún gobierno ha osado acometer hasta la fecha, mientras que la tasa de desempleo, situada en el 10% crea bolsas de marginación que afectan sobre todo a las minorías étnicas.
El fracaso de la política de integración ha generado un nuevo perfil de individuo asocial que representa un grave riesgo para la sociedad: los últimos atentados terroristas fueron perpetrados por ciudadanos nacidos en Francia, con ciudadanía francesa, pero con raíces en las antiguas colonias norteafricanas y profundamente resentidos con una sociedad de la que se sienten rechazados. En este panorama de frustración y recelos irrumpe el discurso populista de Marine Le Pen para poner las cosas aún peor. Puede ser que esta vez no gane, pero aun así constituye una realidad preocupante: con toda probabilidad una porción cercana a la mitad de los votantes franceses votarán por ella desoyendo a quienes apoyan la opción del socioliberal y europeísta Emmanuel Macron. Tanto el Frente Nacional como los partidos extremistas en otros países de la Unión Europea han dejado de ser una anécdota: están presentes en las instituciones nacionales y en las comunitarias. Y han llegado para quedarse. Europa no debe bajar la guardia.