Para el enfermo, ninguna postura es buena. Cala la médula, los huesos; no hay sueño que distraiga, porque se está en constante vigilia. La cama de hospital no es alivio sino sofisticado instrumento de tortura. Más cuando se es niño. Mi sobrino, Carlos Joel, no resiente tanto el dolor, como la ansiedad por levantarse, deseo diariamente pospuesto: mañana. O tal vez pasado mañana. Las heridas de sus piernas tienen una infección, una bacteria llamada pseudomona. Y la familia prefiere no ver, cerrar los ojos, darle la espalda a la verdad. Vienen a mi mente aquellas plantaciones sureñas, donde los negros doloridos cantaban para olvidar: el origen del blues.

Entonces llega el doctor Abiel Mascareñas. Infectólogo. Sonríe, bromea. Yo metido en la lectura de Los muros de agua, la primera novela dura, agónica, de José Revueltas. Siento la sonrisa del médico como latigazo en el rostro. ¿De qué se ríe este hombre en la madrugada lúgubre, cuando el mundo se cae a pedazos, encima de mi familia? ¿Para qué ese bastón como pose dandy? ¿Por qué ese desenfado al hablar como si no pasara nada y la vida fuera una sucesión infinita de bromas?

Me concentro (a medias) en la novela de Revueltas y en su consejo como si cantara un viejo blues: “no negarse jamás a ver, no cerrar los ojos ante el horror ni volverse de espaldas por más pavoroso que nos parezca”.

Saludo las mañanas siguientes al doctor Mascareñas, pero no asimilo su rostro radiante, ni su barba de candado, ni su diagnóstico optimista, a toda prueba, al punto de la alegría. “Los cultivos dieron positivo, pero la bacteria cederá. Unos días más, tengan paciencia”. ¿No es la serenidad un engaño, que nos oculta la crudeza de la verdad? Mejor enfrentar sin rodeos el horror, pedía Revueltas.

Pero la bacteria cedió. Finalmente los cultivos dieron negativo. ¡Y vengan otros suplicios, otras crisis, nuevos tormentos! El doctor Mascareñas entra un día después con mi sobrino, mientras yo estoy afuera, para platicar con el enfermo, con mi novia Ericka que levanta las piernas vendadas del niño.

Más tarde, Ericka me cuenta la historia confesada por el médico bromista; de su familia, de su amorosa esposa Cecilia y de su hijo que ya no está. De la triste madrugada del accidente, hace justo siete años. De cómo, rumbo al aeropuerto, murió en el taxi su único hijo y él sufrió múltiples fracturas: un año de inverosímiles rehabilitaciones. Le aseguraron los especialistas que no volvería a caminar. Y caminó. Usa un bastón, sí, pero para darle con él a los niños que se portan mal en los hospitales. Y le pega a mi sobrino, que se defiende alegre.

Le dijeron al doctor Mascareñas que no volvería a sonreír, y tomó de buenas a primeras una armónica, del cuarto cerrado de su hijo, e improvisó unas notas de blues que cada vez sonaron más claras, más afinadas. Las primeras de muchas que vinieron después. Consiente a una hermosa niña y dedica sus días al área de pediatría, como si fuera una consagración.

Queda la memoria eterna del hijo. Queda la enseñanza de no negarse jamás a ver, de no cerrar los ojos ni volverle las espaldas a nada, como pide Revueltas. Pero sin dejar de bromear, de sonreír, de tocar blues. Esa es la clave. La armónica es un anticuerpos que nos protege de las bacterias de la depresión. El blues es el optimismo que nos conforta del inevitable dolor que tarde o temprano llegará.

Mientras escribo estas líneas, escucho, como música de fondo, los doce compases de un hermoso blues que compuso el doctor Mascareñas:  

Buenos Aires lluvioso

  Su letra sencilla, melancólica, y su armónica, me llenan el alma y por primera vez, en muchos días, en muchas semanas, sonrío en paz.