Sí, somos un país de gente ridícula. Nos gusta ser ridículos. Hemos hecho de la ridiculez todo un arte. Somos campeones mundiales de récords Guinness en asuntos tan zafios como exagerados. La solidaridad mexicana no conoce límites cuando se trata de denostar, sobajar, insultar y descalificar. Quizá hasta habríamos de desarrollar una suerte de diccionario con la riqueza verbal que nos permite el escape fácil a los problemas que nos aquejan.

Repetimos el ritual de la queja varias veces al día. A los ojos de un europeo, las cosas que pasan en nuestro país son inadmisibles. Diseñamos los males que nos aquejan con estoicidad supina. Nuestra historia, tan llena de perdedores elevados a categoría de héroes nos permite reflejarnos en ellos. Esa solidaridad tiende a ser bajo el estigma del mínimo común denominador. Mire usted, que ser exitoso por la buena siempre entrañará una sospecha.

Por ello, el tramposo, el corrupto, siempre será el modelo a seguir. Un buen ejemplo de esta ridiculez mexicana está determinada por nuestra propensión a enfocarnos en asuntos intrascendentes mientras nos dejamos atropellar por los que de verdad importan. Así ha sido desde siempre. Las muestras son incontables. Quizá el punto más alto de nuestra estupidez esté determinado por nuestro acceso a las redes sociales. No hay nada más mexicano que la solidaridad virtual, la revolución detrás de la pantalla, y la ausencia física cuando de protestar de verdad se trata.

El gobierno se comporta como el niño malcriado al que se le exigen límites que sabe no cumplirá. La sociedad que pinta una raya que el gobierno se empeña en rebasar para probar que los ciudadanos son débiles o no les importa. Una quinceañera convertida en el evento más importante porque no implica otra cosa más que la oportunidad de echar relajo, virtual y físico. Un presidente de pocas luces que encarna los valores más elementales del mexicano promedio, ignorancia, poco esfuerzo, valemadrismo y una absoluta estulticia. Es el tramposo que ha llegado al puesto máximo sin las calificaciones requeridas. Y así nos ha ido.

Una democracia que como un animal mitológico  se alimenta de grandes porciones del presupuesto, pero que no sirve para nada. Deberíamos preguntarnos por qué los mexicanos no nos tomamos en serio o tomamos en serio a los demás. Nuestra ridiculez no lo permite. Vivimos preocupados por las fiestas mientras el país se cae a pedazos. Estas fiestas de fin de año son un excelente parámetro para medir aspectos trascendentales de nuestra ridiculez. Si el país fuera un paciente no requeriría un psicólogo sino un psiquiatra, en pocas palabras, se requeriría medicamento para mantenerlo dentro de los límites de la cordura. Los políticos se van del país con las manos llenas de dinero mal habido y el grueso de la población solo mira con indiferencia. Y la televisión, el futbol y las redes sociales son solo un pretexto, una razón para evadirnos de algo fundamental, confrontarnos y preguntarnos por qué no hacemos nada.

Somos un eterno adolescente, que no quiere madurar mientras el país como si de una venta de garaje se tratara, remata lo poco que queda para el beneficio de algunos que ven en el gobierno el mejor negocio de sus vidas. Estos es México carajo, decimos con resignación pensando que las cosas nunca cambiarán. Pero el poder político es temporal. Esa es la buena noticia. La mala es nuestra corta memoria y la posibilidad de que la ex primera dama y esposa del causante de más de  cien mil muertes sea candidata.

México debe dejar de ser un país donde impera el ridículo. Debe empezar el lento camino hacia la madurez. ¿Y cómo hacerlo? Esa es la pregunta de las mil respuestas. Al menos hay que iniciar la discusión.