El zapato arrojado por la ventana asustó al buen conde de Santiago de Calimaya, justo un día después de su veraneo en la pacífica hacienda donde se olvida de las mundanas preocupaciones, contemplando las verdes montañas, realizando sus ejercicios meditativos que aprendió durante su estadía de varios años en la India, donde aprendió la doctrina de la trascendencia de las preocupaciones, a partir de la contemplación de la naturaleza. Justo cuando daría su primer sorbo a la taza de té rojo Pur-Er, la deliciosa infusión casi se le atora en la garganta cuando el ruido del vidrio destrozado alertó a sus oídos que se deleitaban escuchando una versión exquisita de la Gymnopedie número 1 de Erik Satie. Prontamente corrió hacia la puerta del balcón que mira a la plaza Primo de Verdad de la Ciudad de México. Ordenó a su ayudante, el Marqués del Infantado, que fuera con dos guardias al elegante edificio neoclásico de enfrente, para auxiliar en caso de ser requerido, y si el auxilio requería diálogo, él se ofrecía de mediador.
El conde se quedó de pie, mirando hacia el Paseo Habsburgo, que parte en dos la plaza, y observó que dos hombres eran conducidos, por sus ayudantes, hacia su casa. De inmediato se dispuso a encontrarlos en el salón otomano del primer piso.
- Sr. Conde –exclamó el caballero de frondosa barba entrecana, levantándose respetuosamente- agradecemos mucho su generosa invitación.
- El otro, más joven, si bien se puso de pie y extendió su mano, no hizo referencias nobiliarias de tipo alguno: Buenas noches, señor.
El conde, se sentó en una butaca repleta de cojines de resplandeciente púrpura, con escudos bordados en sus tornasoladas fundas. Ordenó servir el té para los invitados e inició su cuestión.
-Señores, agradezco que aceptaran estar en esta casa, que es la suya. Como veo que no era una situación que arriesgara su integridad, espero que aquí puedan calmar los ánimos mientras todos bebemos una buena taza de té rojo. Intenté escuchar qué ocurría después del estrujar del vidrio, y escuchaba una disputa sobre temas de filosofía, de política y economía, que quisiera ayudar a mediar, para así, procurar una solución civilizada.
-Sr. Conde –contestó primero el de la barba entrecana- lamento el alboroto que provocó la disputa. Resulta que el señor y yo fuimos presentados por unos colegas de la universidad en el “café Sacher” del Paseo de la Emperatriz, esta tarde, después de nuestras respectivas cátedras, y ante lo profundo de los temas, decidimos prolongar la charla justo en mi casa, que queda enfrente a su magnífico edificio, pero gracias a la incapacidad del señor de aceptar críticas a su postura, éste arrojó su zapato por la ventana originando todo este alboroto… -el conde observó efectivamente que el más joven iba descalzado del pie izquierdo-.
El más joven interrumpe, golpeando la taza con su mano zurda:
-Señor, con independencia de esta gentil invitación, me permito contestar que la verdad está en mi mano, como esta taza que sostengo con fuerza, y es que el doctor Smith no ha aceptado mi razonamiento… –Señor –interrumpe el conde- siéntase libre de expresarse, así como en el consejo escucho a todos los ministros de Su Majestad el Emperador, con un gran placer ante la diversidad de sus planteamientos, que aún y no siendo siempre los míos, he atestiguado cómo podemos llegar a acuerdos que terminan por beneficiar a la mayor parte de los ciudadanos, siéntase libre, por favor, de expresarse:
-Resulta que el doctor Smith no cree en la lucha de clases, ni del papel de esta en la construcción de la historia. Considera absurdo que la razón de todos los conflictos sea la desigualdad económica, y que la única manera de acabar con semejante problema que los estados fomentan, sea destruyendo la existencia de las clases sociales, y distribuyendo la riqueza industrial entre todos los habitantes tras la expropiación de los medios de producción al costo que sea, incluso, de una guerra inmisericorde para eliminar a quién no esté de acuerdo con esto que es la verdad. Como ha hecho Cuba, generándole un sistema de equidad encarnado en la gran educación de su pueblo.
-El conde escuchó un discurso que ya había escuchado muchas veces, que en sus años universitarios generaba pasiones entre sus compañeros, terminando en escenas más violentas que esta. Tras dar un sorbo a su té, preguntó al caballero de la barba entrecana:
- ¿Cuál es su pensar a todo esto, caballero?
-Estimado conde, como usted pertenece a uno de los grandes linajes de nuestro imperio, ya sabe lo que un comunista nos representa. Justamente contesté al doctor Chávez, que esas doctrinas anacrónicas se impartía en Caracas –lugar donde nació el doctor- para justificar la rapacidad de esa vulgar dictadura que se dice comunista. La realidad demuestra, que solamente el libre comercio es la opción que permitirá el crecimiento de una sociedad, eliminando cualquier tipo de impedimento para que la ley de la oferta y la demanda establezca los parámetros del mercado, sin intromisión del estado, como sí ocurre en el régimen que el doctor Chávez defiende, si fuera un poco coherente, asumiría que Marx no defiende un proceso estatizador, sino lo opuesto, una liberación del control del gobierno. Yo entiendo que la no intromisión del estado, debe darse aún y a costa de no favorecer a algunos sectores de la población, mediante subsidios, que desequilibran la competencia, y en lugar de motivar su espíritu emprendedor, los acostumbramos a recibir la riqueza común sin promover su esfuerzo.
-El conde, miraba de fijo el retrato que engalanaba el salón otomano, con la figura heroica de aquel monarca que emprendió el proceso modernizador del imperio, en donde la liberalización del mercado se dio solo tras un proceso formativo de toda una generación de ciudadanos, capaces de desarrollar sus capacidades gracias a la educación, y más tarde, garantizando una serie de derechos sociales que protegieran su desarrollo económico, la economía se liberalizó, aunque con una formidable infraestructura que garantizara la aplicación del derecho. En síntesis, ni un mercado sin control, pero tampoco, un enfrentamiento clasista para desaparecer la propiedad favoreciendo a un lucrador de las necesidades sociales, como era el dictador venezolano. El conde notó la mirada exaltada del Dr. Chávez, que arremetió con furia:
- ¡Lo que usted quiere hacer es condenar a la patria a su venta más miserable! ¡a que los explotadores lucren con el hambre del inocente pueblo a cambio de una mano de obra esclava sirviendo a las transnacionales!
- ¡Dr. Chávez, usted se esfuerza por negar la miseria que la política expropiatoria ha generado en su país, bajo pretexto de instaurar un sistema socialista, y se dedican a culpar a todo el mundo de la escases crónica que fue producto de su propia irresponsabilidad, por creer la permanencia de los precios del petróleo elevados! ¡Y ahora todos se mueren de hambre, es la igualdad, pero del hambre!
- ¡Dr. Smith, usted defiende los salarios miserables para competir con precios bajos a costa de la dignidad de su pueblo, de su soberanía y de su libertad!
El conde, comprendiendo a todas luces la violencia del fanatismo político, que en nada se distingue del de una creencia religiosa, se dio cuenta de que nada podría decir en la controversia fanática de los académicos, solamente pensó en la suerte de los pobres estudiantes nutriéndose de planteamientos igualmente extremos, que no llegaran a acuerdo jamás. Llamó, en pleno incremento de hostilidades al marqués del infantado, y le dijo:
-Llévelos a la calle, temo que sus palabras obliguen a que los retratos se tapen los oídos –el conde se levantó, y los caballeros, enfrascados en su lucha discursiva, ni se dieron por enterados.
Una vez en la calle, los honorables doctores se agarraron a golpes, llegaron los gendarmes con sus bastones inmovilizadores para separarlos, mientras el hombre de la barba entrecana mordía la oreja del más joven, cuya larga melena despeinada lo hacía parecer como un león rugiente. Tras la escena, el conde llamó a la comisaría y pidió hablar con el oficial a cargo, al que le pidió los encerraran solos en el mismo separo hasta que se calmaran.
- ¡Sr. Conde, se matarán, ya sabe cómo son los fanáticos!
Entonces nos harán un favor –contestó el conde, sosteniendo con fuerza su texto de La Política de Aristóteles-, ya la humanidad ha sufrido mucho por locos que creen que el futuro se logra o gracias a la destrucción de todo lo hecho con esfuerzo, o a costa del no reconocimiento del valor del trabajo de una población que no puede ser abandonada por un gobierno respetuoso de la justicia, sometido al mandato del derecho. Es así como el conde de Santiago de Calimaya, canciller de Su Majestad el emperador de México, no volvió a asomarse por esa ventana, de la que otros días, el alboroto permanente, atentaría contra su juiciosa lectura en griego de Platón, interrumpiendo la delicadeza de una música que al menos nos recuerda, en conjunto, que la belleza y la elegancia no incurren en extremos, y que tras escuchar con respeto, nos forma el anhelado criterio que siempre hará de los seres humanos, entes más sabios, respetados y tolerantes.