En los tiempos que corren, caracterizados por el uso intensivo de la tecnología en todos los aspectos de la vida social, se ha roto y no ha sido dimensionado lo suficiente, uno de los paradigmas de la democracia, aquél que supone que el gobierno es la representación de las mayorías.
El marketing y la consultoría política, que irrumpieron con fuerza en nuestro país a finales de los años ochentas del siglo pasado –cuando aparecieron las primeras encuestas de opinión y los partidos y sus candidatos comenzaron a contratar a los “gurús” de la comunicación y la estrategia electoral– encontraron que una de las claves para acceder al poder era justamente la desmotivación del voto popular y la aspiración a obtener la mitad más uno no del todo, sino de quienes están interesados en votar.
Estos expertos y sus herramientas para la real politik, incluida hoy el uso de las redes sociales, identificaron los nichos de votantes que son suficientes para ganar una elección, y bajo la ley del mínimo esfuerzo, siguen recomendando hablarles a esos sectores y no al gran público, sobre todo si los resultados de las elecciones siguen confirmando altísimos niveles de abstención, es decir, de desinterés ciudadano.
Por eso, ninguna reforma electoral, ni la de Reyes Heroles en 1977, que fue la de la gran apertura a la pluralidad y a la creación del sistema de partidos, ni las posteriores que se han realizado a la fecha, y mucho menos la que ha esbozado el Partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) ahora que Andrés Manuel López Obrador ha llegado a la presidencia, han pretendido siquiera incluir el voto obligatorio que otros países naturalizaron desde hace muchos años, como parte de un modelo en el que el Estado garantiza el ideal democrático de representación popular.
Ocurre que mientras en Uruguay es obligatorio votar desde 1934 y a partir de una ley reglamentaria de 1970 se sanciona a quienes no ejercen ese que también es un derecho, en nuestro país han sido infructuosos los intentos por debatir con seriedad la posibilidad de lograr una participación de votantes mayor al 60% que se registra, cuando mucho, en cada comicio sea municipal, estatal o federal.
Ciertamente hay muchos autores que desestiman el sufragio obligatorio al negarle carácter de obligación o de “deber público”, y apoyan la idea de obligatoriedad, pero sin que necesariamente se le torne exigible. También hay quienes ven que con esta medida puede darse pie al pernicioso clientelismo (como si éste no existiera ayer con el PRI y hoy con Morena) que estaría marcando anticipadamente las cartas del juego electoral a través del uso de programas y de recursos públicos.
Los más radicales consideran que una vez establecido el voto obligatorio y justamente por la ventaja presupuestal del partido en el gobierno, el riesgo que se correría es la posibilidad de que se genere oclocracia, es decir, un gobierno de los más ineptos, pero hay que resaltar que ese riesgo ya se corre ahora, cuando la muchedumbre se deja cautivar fácilmente por la demagogia y el populismo y vota motivado por sentimientos básicos de la naturaleza humana, como la esperanza o el miedo.
Con todo y los argumentos en contra, creo que el voto obligatorio con sanción es una alternativa viable para el ejercicio de la democracia en México; con él se podrían vencer situaciones que demeritan hoy en día la democracia, tales como la apatía, el desinterés, la desconfianza, el descontento generalizado, con razón y sin ella, en contra de los los partidos políticos y las instituciones electorales.
La baja participación de los ciudadanos en las elecciones mexicanas, que debe ser el fundamento de cualquier esfuerzo para fortalecer nuestro sistema democrático, no se va a resolver con reformas a modo de un partido o del gobierno, como pretende hacerlo Andrés Manuel López Obrador y Morena, desconociendo que todas y cada una de las reformas previas, han incorporado el reconocimiento de la pluralidad y el fortalecimiento de las instituciones del Estado para garantizar la convivencia democrática.
En vez de debatir sobre el voto obligatorio y las posibilidades de sancionar a quienes lo incumplan, y de incorporar el sufragio a través de urna electrónica, la propuesta de Morena y del presidente abreva de la desconfianza que ellos mismos siguen impulsando en torno a nuestro sistema democrático, para tratar de socavar el funcionamiento de nuestro sistema electoral con el argumento de que resulta “demasiado caro” su operación.
De este modo, lo que están proponiendo a manera de amago político, por ahora, son recortes presupuestales drásticos en el financiamiento público de los partidos, la baja de recursos al INE, la desaparición de organismos como el Consejo General del INE, las 300 juntas distritales y los Organismos Públicos Electorales de los Estados para convertirse en “consejos locales” nombrados por el congreso de mayoría morenista.
Una reforma así, significaría en los hechos seguir apostando a niveles de participación ciudadana reducidos, y al desmantelamiento institucional; facilitaría el control del gobierno sobre los procesos electorales, y nos llevaría al México de antes de la primera gran reforma electoral impulsada por Jesús Reyes Heroles, cuando el ejecutivo estaba a cargo de la organización de los comicios y del conteo de los votos. De ese tamaño es la regresión autoritaria que se impulsa en el país.
La oposición, por cierto, parece estar satisfecha con el anuncio de que el tema electoral estará en la agenda sólo después de la elección intermedia de 2021. Craso error, porque ese impasse le permitirá a Morena y al gobierno seguir haciendo campaña con el cuento de que las instituciones electorales son una maquinaria onerosa y los partidos políticos una caterva de ladrones, un discurso que anida fácilmente en el sentimiento de desconfianza social firmemente arraigado en el país. Para combatir ese descreimiento, nos faltan dos votos, el obligatorio exigible, y el voto electrónico.