Una de las peores consecuencias de la alternancia en Los Pinos fue la dispersión del poder, pues reprodujo el modelo presidencialista en los estados, restó autoridad al ejecutivo federal y precipitó al país a la mayor crisis de corrupción y violencia de su historia. Los gobernadores le perdieron el respeto al presidente, lo desafiaron y, en el caso de Enrique Peña Nieto, lo convirtieron en rehén. El líder del oligárquico Grupo Atlacomulco, en decadencia después del 1 de julio, se dejó mangonear por quienes lo impusieron en la silla del águila.

La falta de voluntad y carácter de Peña para meter en cintura a los gobernadores solo la puede explicar un pacto de silencio e impunidad. De otra manera no se entiende la corrupción desenfrenada, el robo indiscriminado e insolente de las arcas públicas, el nepotismo y el cogobierno —estatal y federal— con la delincuencia organizada, tolerados por Vicente Fox y Felipe Calderón, pero elevadas casi a políticas de estado por la agonizante administración del PRI, quizá la última en mucho tiempo.

Seis de los 15 presidentes electos entre 1929 y 2012 ocuparon previamente las gubernaturas de sus estados —Lázaro Cárdenas y Adolfo Ruiz Cortines, entre los más notables y respetados—, la mayoría de los cuales ejerció el poder dentro de los límites marcados por la presidencia imperial. Peña no tuvo ese inconveniente en Estado de México, como tampoco existió para sus colegas después de la alternancia; de lo contrario, jamás habría sido presidente. Fox y Calderón son los responsables por abandonar sus compromisos con la república.

La solución no consistía en mantener el presidencialismo omnímodo, implantado por el PRI desde su fundación, en el cual la soberanía de los estados era inexistente y la permanencia de los gobernadores en sus cargos dependía del estado de ánimo del jefe máximo. La respuesta radicaba en suprimir, por la vía constitucional, las monarquías feudales donde el poder se transmitía de hermano a hermano (los Moreira en Coahuila), de padre a hijo (los Yunes en Veracruz, intentona frustrada por la ciudadanía), de esposo a esposa (los Moreno en Puebla, aún pendiente), de corrupto (Fidel Herrera) a cómplice venal (Javier Duarte) y donde la influencia, codicia y ambición política de las “primeras” o “segundas” damas excedían los límites de la decencia y la autoridad de sus consortes.

Las gubernaturas se convirtieron en las mayores fábricas para improvisar fortunas, mientras en los estados aumentaba la violencia, la pobreza y los sistemas de salud, justicia y de pensiones colapsaban. En ese contexto de podredumbre e impunidad, los mexicanos acudieron a las urnas el 1 de julio pasado y votaron masivamente contra los déspotas del PRI, el PAN y el PRD. A excepción de Guanajuato, Morena arrasó en todos las entidades, ganó cinco gobiernos y la mayoría en 19 legislaturas local. De ese tamaño es el repudio al statu quo y el deseo de cambio.

Hoy, panistas, priistas y perredistas se desgarran las vestiduras por las coordinaciones generales de AMLO en los estados. Los gobernadores y sus partidos no defienden soberanías, sino ventajas y privilegios, control político, presupuesto y negocios. No desean someterse a las leyes ni dejar de ser intocables como lo fueron con Fox, Calderón y Peña. La borrachera de poder debe terminar. El mandato de las urnas es claro e inobjetable. López Obrador ganó la presidencia con el voto de más de 30 millones de mexicanos, no con el de una panda de rufianes.