Cuando una persona acude a realizar algún trámite que tiene que ver con alguna dependencia gubernamental, por ejemplo, un trámite de licencia de manejo, lo que espera esta persona es que la institución le permita la realización del trámite sin ningún problema, y si es posible, con todas las facilidades posibles para ahorrar costos. Los costos pueden ser monetarios, de papeleo, de traslado, de atención al público. Todo lo que represente ahorro de costos al ciudadano sin menoscabo del beneficio del gobierno, será comprendido en términos de eficacia. Si la institución permite la actividad de sus dependencias bajo el dominio de la eficacia, el beneficio en lo individual, y en lo general de la sociedad, se traduce en su fortalecimiento y en su legitimidad, pues la aprobación de la gestión, implica un respaldo social sin el que la institucionalidad no puede sobrevivir. Eficiencia es legitimidad.
Lo que menos se pretende es que cuando el ciudadano acuda a la realización de su operación, la institución se lo conceda por la “bondad” de esta, es decir: el personal de ventanilla lo atiende por la posesión del atributo virtuoso de “bondad”; porque los procesos que facilitan el proceso, son realizados porque un gobernante es moralmente “bueno”, igual que el policía que cuida el tráfico, que evita un robo, que orienta sobre una calle o porque se agarra a tiros con un capo o evita la vandalización de un negocio. La institución y el personal son “eficientes”, no “buenos” (aunque en lo personal, efectivamente sean “buenos”).
La ética, disciplina filosófica que estudia y define las nociones de “bien” y “mal”, tendrá uno de sus más brillantes momentos de reflexión hacia la denominada época ilustrada (“la Ilustración”), con el sublime estudio de las nociones de “voluntad”, en autores como Denis Diderot, Jean-Jacques Rousseau y Immanuel Kant. La voluntad es la facultad del entendimiento donde acontece el proceso del juicio, o lo que es lo mismo, donde se decide por qué opción optar. La voluntad lo mismo determina la forma de gobierno que una sociedad se da a sí misma, como la inclinación de las apetencias de los seres conscientes de su capacidad deliberativa (libertad): escoger entre una u otra cosa, y que esa elección se sustente en un principio universal que no dañe a nadie, será denominado “bien”, y cuando se atenta en contra de otra entidad, a la que no se ve como un fin, sino como un “medio” para lograr un beneficio a su costa, será “el mal”. Kant, en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, dejará en claro que la voluntad es el lugar donde el “bien” y el “mal” tienen su tribunal supremo, y que la capacidad universalizadora de la razón, de incluir a la humanidad toda en su beneficio, concederá el título de bueno a quién lo haga, y malo, a quien atente en contra de cualquier otro. La ética tendrá una característica muy específica: “no se observa”, es decir, todos los entes conscientes interpretamos actos, pero no intenciones, la voluntad es el bien precioso que ostenta el trono de la pureza porque no tiene mácula material, es una operación exclusiva de la racionalidad. Los actos son realizaciones que los sentidos pueden captar, efectivamente, pero aquello que fundamento al acto en el momento decisivo de la elección, el juicio, no se observa. Kant dirá que la ética, por ser una operación del intelecto, tiene esa realidad racional, pero jamás se corroborará por los testigos que interpretarán la acción de acuerdo a su personal óptica. El “bien” y el “mal” no se ven, son “metafísicos”, su realidad subyace en la indómita conciencia, y es su ejecutante el único que puede saber efectivamente qué es lo que motivó su acción.
Al no observarse el “bien” o el “mal”, sino aquellos actos que se interpretan como buenos o malos, no puede aspirarse a que sean los principios metafísicos de la ética aquellos que rijan la actividad pública, y peor aún sería confundir que cualquier acto público se hace por los principios de “bien” o de “mal”, debido a que la política perdería su noción de “eficacia” o “ineficacia” que la debe de caracterizar. Sé que podrá parecer pedestre apelar a nociones utilitarias meramente materialistas como lo son las nociones de “eficacia” o “ineficacia”, pero a pesar de toda la humildad que resulta, después de haber sido condicionados por el sistema aristotélico que vincula la ética con la política, las nociones mencionadas sí ostentan esa posibilidad necesaria que la ética no tiene para fines exclusivamente gobernativos: el marco legal.
Las leyes crean el referente indispensable para juzgar la eficacia de un acto de gobierno, con su principio utilitario de beneficiador ciudadano. Las leyes, a su vez, son respaldadas por un marco coactivo que a través de la amenaza inhibe en la medida de lo posible la ineficacia de un acto. Si la institución que no realiza sus funciones de manera efectiva (cobros excesivos, personal corrompido, tardanza en la expedición del documento, no agilización de procedimientos, etc…) es posible de ser considerada “ineficaz” y a través del procedimiento jurídico establecido, se le puede exigir con el riesgo de sanciones en caso de incumplimiento. Si dejáramos a la ética la posibilidad de “sancionar” la ineficacia, al ser aquella metafísica, entonces dejaríamos a la mera conciencia la sanción.
La dicotomía que constituye la esencia de lo político, es la “eficiencia” o la “ineficiencia”, el marco referencial que nos permite su distinción, y su pena en caso de incumplimiento, es la legalidad. Un servidor público no es eficiente, por ser bueno (no sólo ignoraremos su facultad volitiva, sino que realmente nos importa un carajo su estatus ético si el servidor público es eficiente), o ineficiente, por ser malo. Supongamos que un sujeto de costumbres licenciosas fue capaz de generar una política pública eficaz, que redujo a la mitad la pobreza de un país y un tercio el analfabetismo. Ese servidor público fue eficaz, su estatus ético nos viene importando menos que nada; si ese servidor público incumplió con un principio grave estipulado en la ley, entonces se le juzga por la propia ley y no por el índice ético que jamás sabremos realmente. Es una certeza utilitaria básica para el funcionamiento de la administración pública. De nada serviría a la comunidad ciudadana un ente éticamente angelical, de piedad inmaculada y costumbres límpidas, si no es capaz de resolver un problema básico a su cargo.
Esta distinción ética-política es un principio básico para evitar una seria confusión –mañosa confusión-, a la que una actitud pérfida de la vida pública es con frecuencia referida: el servidor público como ente “bueno”. Como nadie sabe la bondad del personaje realmente (quizás Dios, o el mismo diablo solamente lo sepan nada más), éste utiliza el bien del discurso público para proclamarse un beato en maneras políticas, con la promesa angélica de traer el reino del bien a la tierra. Cuando el imperio de la ética, pretende sustituir al de la ley, entonces el personaje con ínfulas redentoras, pierde su estatus político, para transubstancializarse en una deidad. No importa ya la eficacia –con sus medios pedestres-, importa hacer el bien y condenar el mal, y, sobre todo: condenar a los malos al infierno, y elevar a las celestes praderas benditas a los buenos. Si ya vimos que los principios políticos no implican necesariamente los principios éticos, el discurso público se depravaría, pues nuestros queridos ciudadanos dejarían de ser entidades críticas exigentes del cumplimiento del referente legal, para degradarse en fieles que siguen no a un líder político, sino a un líder espiritual adornado con la corona florida del bien: Ellos siguen al “hombre bueno”.
Moralizar la política es sinónimo de fanatización cívica. Perder de vista los criterios de “eficacia” e “ineficacia”, para imponer los principios de “bien” o de “mal”, conduce a que los fundamentos gobernativos reglamentados por la ley (principio de utilidad en constante reforma), se transformen en un decálogo de principios éticos que más bien sirven a la causa de un tirano en ciernes, que exige a sus discípulos nublar sus capacidades críticas, para imponerles las cadenas de la fe que por lo menos en política, eso se convierte en un peligro con la realidad plural contemporánea, en donde conviven diversas nociones de mundo, muchas de ellas contradictorias, que no por su diferencia se les debe dejar de atender con la eficacia debida que la función pública exige. El líder moral, es un supremo sacerdote de valores purísimos imposibles de corroborar, más allá de la hipnotizante capacidad verbal e histriónica con que mantenga viva la llama crédula de la fe que mantiene unidos a sus simpatizantes. El líder moral personaliza la ley, y corrompe el racional principio de hacer que la ley ni sea posesión de un tipejo, y menos aún, una profesión de fe de un montón de fanáticos arrojados del civismo que critica, ¿porque si ya se conoce el bien, qué caso tiene criticarlo? En efecto, así lo entienden los tiranos: el bien es su permiso para destruir al mal con la legitimidad que el evangelio de la fe les concede, ciudadanos rebajados a la condición de parafreneros fidedistas nublados por la promesa piadosa de salvación eterna, autoproclamados en arcángeles de la pureza, dispuestos al exterminio masivo de ellos: los malos, los impuros, los equivocados, los locos, los infieles… títulos ya utilizados con anterioridad en las peores páginas de la historia humana, cuando los pueblos se convierten en sirvientes de principios redentores, y son verdugos y cómplices de su propia miseria.