Como socio fundador del PRD y hombre forjado en el trabajo, Silvano Aureoles tiene pedigrí suficiente como para reclamar para sí la representación de la izquierda.  Su discurso, no obstante,  carece del vuelo hacia lo grande, al territorio de las ideas, donde los políticos de izquierda siempre recalaban para reencontrarse con sus esencias.  En este tiempo sin ideologías, Aureoles representa a la generación de los gestores de política, los hacedores, gente pragmática que entiende la política como empresa, privándola así de su dimensión artística.  

Silvano Aureoles es un espíritu inquieto. Ha sido desde presidente municipal de su natal Zitácuaro, hasta gobernador de Michoacán en su segundo intento, pasando por la Cámara de Diputados y Senadores, y por la Secretaría de Desarrollo Agropecuario de su Estado.

Si no fuera tan amigo de tomar licencia de sus cargos -infalible en la política mexicana-, su imagen sería más convincente. Michoacán es hueso duro de roer, pero hasta ahora, con apenas un año y medio en la gubernatura y con la prisa por buscar la candidatura a la grande, su trabajo no tendrá gran referencia.  Apenas ha tenido  tiempo de constatar lo complejo que es el problema de la seguridad, y como éste rebrota por todos los costados. Sus iniciativas apenas empiezan a ponerse en marcha.

Por experiencia propia, Aureoles sabe lo difícil que es gobernar este país. Por eso es enemigo del mesianismo y de las grandes expectativas; sabe que poco es mucho. Su diagnóstico apunta a dos claves.  La mejora de la educación como madre de todas las batallas para generar el cambio. Y la formación de coaliciones amplias para gobernar el país.

 Aureoles se postula. Y lo hace sacando el pecho, pese a la debacle en que se ve sumido el PRD. Si al final es propuesto, y aunque no lo confiese, sabe bien que no ganará la presidencia. Pero también sabe que si consigue un porcentaje aceptable de votos, puede convertirse en la bisagra que abra o cierre las puertas del poder. Ahí radica su fuerza. Y su teoría de las coaliciones. Pero aún no hemos llegado ahí; antes tendrá que aclarar muchas cosas en casa. Lo primero, cuál es el proyecto a que se refiere cuando habla de su partido como “principal fuerza transformadora”.  Después de algunos atronadores casos de corrupción (el último, poniendo en tela de juicio a su dirigente Alejandra Barrales), y una planificación difícilmente explicable, el PRD se ha vuelto irreconocible y parece más una asociación de mercenarios que un partido de izquierda.  Cabe suponer que hay una creciente grieta entre los funcionarios y las bases del partido. Bajo esos presupuestos, no le será fácil a Aureoles competir con Andrés Manuel por el voto de la izquierda, después de que el líder de MORENA siempre se haya mantenido firme en su negativa a tratar con otras fuerzas que debiliten su perfil.  Por eso, sus exhortaciones no van dirigidas a las organizaciones, sino a los individuos, al ciudadano descontento con el estado de las cosas. Su única apelación a la unidad partidaria se la dirigió precisamente al PRD, con algún éxito, como hemos visto. Y si la tendencia se confirma, podría llegar a incorporarlo.  No tiene tiempo, pues, que perder Aureoles o quien sea el preferido; el tren ya partió, ahora les toca ir a pie. Lleguen a donde lleguen, y por absurdo que parezca, su única opción será dividir a la izquierda más de lo que ya está: solo impidiendo una eventual victoria de Andrés Manuel puede sacar tajada para negociar al alza con el mejor postor.  En eso parecen andar todos: cábalas y cálculos. En realidad, lamentable.  Pero aún así, a la postre quizá no le falte razón a Aureoles. El reparto de poder es una práctica consolidada en democracias avanzadas, de suerte que la política gubernamental termina por representar la diversidad auténtica de la sociedad.

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