El horizonte vital y laboral preconcebido determina en buena parte, las actitudes de las generaciones hacia el trabajo, la planeación familiar y la construcción de un patrimonio. Muchos de los cambios radicales que se observan en los jóvenes de hoy, y que los distinguen de los denominados “boomers” o de la “generación X” (a la que pertenece la suscrita, de acuerdo con esa clasificación), se deben a las cartas con las que les tocó jugar desde antes de que ingresaran al mercado laboral.
Vayamos un poco más atrás. Se dice que antes de los boomers, hubo otra generación, llamada de los “constructores”. Son las personas que nacieron entre 1924 y 1945. Sobre todo la última camada de estas personas vivieron en un contexto optimista y próspero, pues los horrores de la depresión económica de los años 30 y los de la Segunda Guerra Mundial, les tocaron de niños, y cuando fue su turno para tomar las riendas económicas del mundo, esos tiempos parecían un mal sueño.
Durante esta época se fundaron algunas de las empresas que luego se convirtieron en grandes corporativos transnacionales, emblemáticos de sus respectivas industrias y países; además, se construyó una disciplina administrativa de corte más científico, y hubo una planeación financiera de seguridad social para el retiro, de largo plazo. También influyó la consolidación en distintas partes del mundo de una nueva forma de ver las relaciones de trabajo, que enmarcadas en el Estado de Bienestar, privilegiaban los derechos laborales y la vulnerabilidad de los trabajadores frente a la absoluta libertad de contratación, que a veces enmascaraba contratos lesivos y franca explotación.
Las personas comenzaban a trabajar (habiendo estudiado la universidad, o no) y podían estar casi seguros de que, si se presentaban puntualmente a su empleo, durante un número de años requerido, el sistema de pensiones se encargaría de que no les faltara nada en su vejez. No es menor tampoco el hecho de que concebían un solo trabajo en su vida, o una sola organización, dentro de la cual desarrollarían su carrera, ascendiendo en el escalafón hasta que el principio de Peter o la jubilación los alcanzara. Este escenario no suena muy pleno filosóficamente hablando, pero otorgaba certidumbre.
Luego de algunas décadas, y desde antes de que colapsara el Estado de Bienestar en América, comenzaron a presentarse cambios en la curva poblacional, y mejoras en la expectativa de vida de las personas. Cambios positivos que han permitido que las personas vivan más, con buena calidad vital, y puedan encontrar sentido a una edad que se consideraba, antes de 1950, como un limbo existencial. Pero con ello también se distorsionaron los cálculos que permiten hacer sustentable la seguridad social. A ello se agregó el hecho, como daño colateral, que las empresas buscaron esquemas de contratación que no crearan antigüedad para los trabajadores.
El horizonte de oportunidades vitales se redujo, así, conforme pasaron los años. La generación X, aún activa, no tiene la certeza de que a su edad de jubilación existan fondos suficientes para costear su retiro, pese a que tengan los años de cotización requeridos. Los jóvenes ya ni siquiera aspiran a tener una pensión, y prefieren no pensar en el tiempo en el que la juventud, la energía para freelancear y los placebos azucarados den paso a la inevitable vejez.
Por eso la reforma al sistema de pensiones es mucho más que una reforma constitucional de derecho laboral. Si los objetivos que persigue se cumplen, sería el detonador de un círculo virtuoso que alentara la búsqueda de incorporación a trabajos formales por parte de las nuevas generaciones, y la movilidad ascendente de generaciones que hoy están estancadas por que muchas personas están esperando cumplir un número de semanas que ya excede, con mucho, el interés y la energía que tienen para aportar a sus organizaciones. El tema no se trata solo de pensiones, sino de una manera de concebir la vida, el trabajo, y el futuro. Hay que estar pendientes.