Una vez consumado el acto regresaron a sus casas. Durmieron y al siguiente día salieron a la calle. Saludaron, devolvieron saludos. Nada nuevo, todo en orden. Lo del ácido había sido una pequeña molestia, pero valió la pena, sirvió para aumentar el placer. Además, los golpes valen más que una bala, le dan recorrido al acto, se va matando poco a poco que es lo que cuenta, eso, el ensañamiento: la resistencia de músculos y huesos, sentirlos quebrarse al compás de las quejas, de las súplicas de la víctima, hasta que por fin se calla.
La noticia, poco más que una nota de agencia, vuela fugaz por los medios. No da tiempo a visualizar el drama. Golpes, ácido, tortura: palabras, apenas nada. No pasa de ser un destello, un instante de ebullición. Una descarga, a la que sigue la fase de relajación, la normalidad del horror, así hasta el próximo golpe, que sucede por lo general de inmediato, en la misma página. El crimen es fuente de noticia, se reporta, se consume, y una vez consumido se cambia por el que sigue. Siempre hay stock en el mercado. Y así sucesivamente, día a día. Normal.
Esta vez el rostro de la desventura es el de Juan José Roldán Ávila, hombre pacífico, 36 años, comunicador, activista LGBT y contra el maltrato animal. Poco más de una semana ha pasado y ya se hizo viejo; una lágrima más en el océano del llanto mexicano.
Lo que leo me trae al recuerdo a Juan Rulfo y vuelvo a sus páginas. Nada ha cambiado en lo esencial desde los tiempos que el escritor evoca en sus relatos. Lo que cuentan no es transferible a otros lugares, es tan nuestro como el mole, es nuestro lenguaje, una constante universal en el alma mexicana.
Violencia. Un orden subterráneo, nos enseña Rulfo, que todo lo anuda; un orden amoral, atrabilario y todopoderoso equilibrador de paradojas que articula los acontecimientos y los provee de una causa. Es normal, a nadie le extraña. Sucede, como las cosas de la naturaleza. No es un elemento foráneo que irrumpe en una sociedad pacífica y la desconcierta, no es una alteración del orden. Está en el orden. Forma parte de nuestras vidas como la lluvia misma. Está en los genes de esta sociedad.
Es esa otra normalidad que tolera y subordina lo que la conciencia moral propone ingenuamente como normal. Tiene su semillero en todos los ámbitos de la vida. En la familia, en la escuela, en las relaciones personales, entre hombres y mujeres, en los albañales de esos monstruos deformes que son las grandes ciudades. Es la violencia espectáculo que llena titulares, y la otra subyacente, que cuenta con aprobación o indiferencia social, y es sexual, psicológica, violencia seminal que genera explotación, marginación e injusticia. Fruto de su acción hoy en día es la incapacidad de tantos individuos, como los retratados por Rulfo, de tomar conciencia de su condición de sujetos sociales, y de lo que sus acciones implican, para convertirlos en sus agentes o en su brazo armado. Solo así se explica el reiterado fracaso de las instituciones, y la corruptibilidad de los servidores públicos y su penetración por las organizaciones criminales.
Pero también quienes deploramos esta situación tenemos nuestro rol obligado en este drama. La normalización de la violencia está también en nuestra propia respuesta. Una parte de nosotros se ha hecho resistente al virus. Demandamos una justicia que no esperamos. Lo dicta la experiencia; así funciona el sistema. Vemos, pasamos la página hasta la próxima, mientras inconscientemente celebramos sabernos indemnes y que nuestra propia vida siga por los caminos trazados.
Siempre ha sido así. El próximo año se cumplirá medio siglo de la matanza de Tlatelolco sin causa general, sin reparación, ni expiación de culpas. Ya lo vemos, el sistema ha seguido funcionando sin perturbaciones. Hace días la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) hizo al gobierno gravísimos reproches sobre la gestión del caso de los 43 de Ayotzinapa. Seguimos leyendo sobre ejecuciones, feminicidios, secuestros, con 30 mil desapariciones registradas, fosas, balaceras, actos delictivos de policías y funcionarios, como si se hablara de los caprichos del clima o de la erosión de las rocas. No pasa nada, como en las historias de Juan Rulfo, donde al final todos sufren y fracasan. Así estamos.
Entender nuestra sociedad es la clave para generar le cambio. Por ello es imprescindible mirar de frente a la violencia, identificarla en todas sus expresiones, aún en las más leves, para entenderla y nunca tolerarla.