Acá en el norte nos burlamos de todo. No victimizándonos como en el sur, no sintiéndonos culpables como en el centro. Nos burlamos en conciencia y con descaro. Nos burlamos de nuestro cinismo y nuestras debilidades enumerándolas, nos sabemos cómplices de nuestras desgracias y aún así nos burlamos.
Los del norte sabemos que al salir de nuestras casas arriesgamos la vida, que ver a nuestros hijos doblar la esquina puede significar la última despedida, que una bala perdida no es una estrofa de una canción escrita en tierras lejanas sino una certeza que le ha tocado al hijo de la vecina del ciento treinta y dos.
En el norte hemos visto morir nuestros pueblos, vacas, adolescentes, nuestros viejos, nuestro comercio, nuestros sueños de desarrollo y todos los demás y cada vez nos alcanza para menos comida. El dinero no circula, vuela en forma de dólares en aviones del gobierno del estado o de la Universidad pública para ser depositados en el Valle de Texas.
La gente del norte sabemos que si nos toca ir muy graves a un hospital, nos va a tocar morirnos. Los médicos del norte resienten no tener con qué curar a los enfermos y las camillas improvisadas en los pasillos dan fe del hacinamiento, de la falta de higiene y de que en estas tierras a nadie le importa ya nada.
Las sirenas de las patrullas y las ambulancias y las hélices de los helicópteros girando a poca distancia del suelo han dejado de provocar asombro. El sonido de una granada explotando y las descargas de AK 47 se han vuelto tan familiares como el graznar de las urracas.
En el norte ya nada es noticia. Cuerpos despedazados dispersos a mitad de la calle principal se corresponden con grupos de militares recogiéndolos y esparciendo arena sobre el pavimento para evitar que los autos que pasarán al desbloquear la calle vayan a derraparse con la sangre derramada. Mientras tanto, los automovilistas toman un atajo o esperan pacientemente a que la vía sea habilitada.
En el norte, para que se enteren, no pasa nada, los periódicos publican solamente los boletines salidos de la dirección de comunicación social del gobierno del estado y por las calles circulan en grupos de cinco o seis, camionetas blancas con los altos funcionarios del gobierno y sus familias. Los de a pie, ante las continuas balaceras, que se encomienden a su Dios y los que manejan automóvil que se tiren de panza al suelo mientras dura el fuego cruzado.
En la ciudad de México los gobernadores del norte asisten a reuniones privadas en casa de los principales editorialistas y disfrutan de un buen vino mientras la frontera arde en llamas. Los entrevistan en los medios nacionales donde resaltan las buenas obras de su gobierno como si de José Mujica se tratara. En la ciudad de México, donde se deshilan los destinos del país se habla de Veracruz, Michoacán, Guerrero y sus desgracias, pero nadie se atreve a hablar del norte.
Acá en el norte los hombres, las mujeres, los jóvenes bebemos, a diario bebemos. Aprendimos a beber lo justo para que la cruda del día siguiente nos permita ir a trabajar. Si es en el sector público, trabajo tendencioso y mal pagado, que apenas da para comer e ir tirando. Es lo que hay.
Y en época de elecciones, todos puestos a vender la dignidad a apoyar las campañas políticas de los que ignoran nuestras desgracias, a quienes tal vez las causen, todos a ayudar a los futuros gobernantes a volverse millonarios a cambio de hipotecar nuestra tierra, de desviar recursos a cuanta campaña se presenta, de aceptar dinero manchado de quienes nos están matando, viendo crecer fortunas familiares que aparecen de la nada.
Todo por temor, por un mísero sueldo, por no perder la chamba o el favor de los poderosos, lo poco que queda, lo poco que hay. Por eso digo que en el norte nos burlamos de todo y nos persignamos y respiramos hondo, no importa que nos entre el calor. Sabemos que participamos, que somos usados, que nosotros mismo perpetuamos el sistema que nos aniquila y nos burlamos de ello. Y bebemos. A diario bebemos.