La irrupción de la masa en la historia social, al final de la edad media, con el deterioro de las viejas corporaciones, y la construcción del estado sobre multitud de nacionalidades, no ha dejado de ser nunca en la modernidad, un motivo de preocupación y especulación de todo tipo. El terror generado por la presencia tumultuaria de un conglomerado imposible de detener, amenazando la subsistencia de la misma civilización, no deja de ser un importante fundamento en la teoría contractualista como la de Thomas Hobbes.
Para el imponente pensador británico, la imposibilidad de contener a contingentes innumerables de humanos, genera un estado de amenaza permanente que concibe la permanente presencia del miedo, como característica innegable del descontrol de la plebe. El miedo es un estado psicológico radicado en lo profundo de la conciencia, en donde la imaginación cobra una relevancia teatral con las muestras obtenidas con el devenir de la historia; no es difícil imaginar a la horda iracunda en acción en un contexto donde los medios de sobrevivencia se encuentren limitados, o el estado de gracia es la realidad, permitiendo el surgimiento de patógenos violentos que ejercen su dominio bajo el amparo del terror, es decir, la ejecución de actos de violencia descarnada que instauren un orden precario sobren todos los demás, sin jamás encontrarse plenamente seguro de que la paz no zozobrara ante la presencia de otro ente que recuerde al violento en turno, que su frágil humanidad también es una realidad que se le puede manifestar a través de las formas más horribles. Nadie está a salvo en un entorno donde el miedo es la constante: no se puede fundar civilización alguna en donde los principios de contención se hallen en la génesis de instituciones capaces de actuar en caso de violencia.
Hobbes advierte de que la única manera de ordenar tan repugnante estado, se encuentra en la estipulación de un libre acuerdo de las partes, de los hastiados de la violencia. En ese acuerdo se enajena la libertad particular a favor de un ente supremo a cualquier particular, para que gobierne sobre todo ese molesto contingente en el que no se puede confiar. Ese ente supremo, Hobbes lo denominará Leviatán. El Leviatán es una máquina creada por el propio ser humano para ser protegido de sí mismo, con la facultad de hacer leyes e imponerlas (la soberanía en su ejercicio). Según el pensador británico, uno de los más importantes creadores de la teoría del estado moderno, siempre será mejor habitar en un lugar donde las leyes se hacen respetar, aunque sea por medio de un procedimiento sobremanera riguroso, que cohabitar en un entorno donde la libertina voluntad de los muchos, cabalguen esa tierra como caballeros del apocalipsis sin consideración alguna de respeto por algo o alguien. La barbarie a la que la naturaleza violenta del ser humano se encuentra predispuesta, sólo se aplaca con el rigor de un soberano con el poder de las armas: como las leyes, la religión, la educación y el control de los ejércitos, en una consciente administración del miedo.
La masa incontrolable parece no controlarse sino mediante la antítesis de un poder que le sea superior: el estado, pero lo cierto, es que hasta el propio Hobbes comprende que la legitimidad del estado dependerá de la propia voluntad popular que establece el acuerdo para su propia seguridad: no quiere morir violenta y prematuramente debido a la crueldad de sus iguales, y por ello se resguarda en la majestad del poder soberano.
La irrupción de la masa llegó para quedarse, ningún sistema político que ostente legitimidad, puede librarse del permiso concedido por ella para su ejercicio. Los regímenes totalitarios como el nazismo, el bolchevismo o el fascismo, arribaron a la escena política bajo el amparo, cuando no el gusto, de una masa decantada de su propia comodidad durante o después de serias crisis económicos, tras estados de violencia generalizada en medio de guerras que degradara la legitimidad del régimen sustituido. La masa es capaz de sacrificar su propia libertad, ante el altar supremo de la seguridad, misma que puede no ser sino un espejismo. La grandilocuencia del discurso salvífico del líder que le oferta seguridad, puede no ser más que un espejismo atrincherado en la palabrería prometedora, o en los más horribles hechos que con tal de satisfacer el hambre de su electorado, puede cometer. El exterminio fue el común denominador de los grandes movimientos masivos, pues, como diría Maquiavelo en Los Discursos a la Primera Década de Tito Livio, cuando habla de la instauración de un nuevo régimen, y ante la imposibilidad de realizar la libertad idealizada, la venganza cae bien a la horda sedienta de venganza de sus reales, o ficticios, dominadores (a la venganza la denomina justicia). La creación de un enemigo supremo, culpable de todos los males pasados, es la estratagema más vulgar del líder del pueblo que promete venganza, bajo el amparo de los símbolos que ganen el beneplácito masivo: desde la apropiación de la iconografía popular a través del retome de sus usos y costumbres, hasta la propagación de un lenguaje soez: pícaro y cotidiano, que identifique a la masa con su chico de confianza, mientras este hace del sacrificio masivo, el juego fatal de su “justicia” prometida, desde la guillotina en Francia, hasta los gulags de los soviets; de las cámaras de gas nazis, a la persecución de una oposición a la que su diferencia del sentir de la masa, les garantizaba el anatema. La peor parte de la preeminencia de la masa, es manifiesta con el desprecio, cuando no cruel exterminio, del diferente a ella, instaurando un sistema represivo aún más violento que el sustituido, y donde a la manera de Saturno tragándose a sus hijos, este Leviatán popular se los devora cuando la legitimidad se fractura, y no puede ser sino el terror instaurado –y administrado por un poder que se supone quería salvarlo-, el que a través de la violencia descarnada pronto derrumba el sueño infausto de sus gobernados, que en medio de su desencanto, ahora prueban las consecuencias de su irresponsabilidad. Esto es el panorama que ofrece la crueldad como ejercicio del gobierno “popular”, capaz igualmente de instaurar, como diría Tocqueville, una tiranía todavía peor que aquellas unipersonales, donde al menos el espacio privado es parapeto frente a la amenaza, porque ante la tiranía de la masa, cualquier ente, como en el estado de naturaleza hobbesiano, se vuelve una amenaza: la amenaza a la diferencia aniquila al individuo para enaltecer el poder despótico de una mayoría poco tolerante ante las diferencias que le haga manifiesta su carencia. La tiranía de la masa es esa pesadilla que no se aleja nunca del sistema popular:
“La omnipotencia en sí misma es una cosa mala y peligrosa… No hay sobre la tierra autoridad tan respetable en sí misma, o revestida de un derecho tan sacro, que yo quiera dejar actuar sin control y dominar sin obstáculos. Cuando veo el derecho y la facultad de hacer todo a cualquier potencia, llámese pueblo o rey, democracia o aristocracia, sea que se ejerza en una monarquía o en una república, yo afirmo que allí está el germen de la tiranía” (A. de Tocqueville, La democracia en América, p. 299).