A propósito de la serie de malos entendidos que se han suscitado en relación a los diálogos por la pacificación del país, que ha convocado el próximo gobierno, y en particular, respecto a la posible participación del Papa Francisco (quien hasta el momento no ha confirmado su presencia), es interesante recordar, que a principios del Siglo XX, y con una todavía muy joven revolución mexicana, tuvimos por unos años nuestra propia Iglesia católica (y nuestro propio líder), que fue la llamada “Iglesia Católica Apostólica Mexicana”. De haber subsistido dicha invención del gobierno callista hasta nuestros días, la Dra. Loretta Ortiz Ahlf (propuesta del presidente electo para ser la coordinadora del consejo asesor para garantizar la paz) tendría mucho menos problemas al momento de convocar al “Patriarca”, como en ese tiempo se hacía nombrar su fundador, el sacerdote oaxaqueño José Joaquín Pérez y Budar, pionero y máximo ideólogo de esa Iglesia.
Resulta que, al calor de los primeros años de concluida la Revolución Mexicana, y con un humor social y político todavía impregnado de nacionalismo y anticlericalismo en algunos sectores de la población, surgió un sacerdote oaxaqueño que había sido influido fuertemente por un antiguo obispo de Tamaulipas, llamado Eduardo Sánchez Camacho, y que decidió de una vez por todas independizar la Iglesia católica nacional, de Europa. El obispo sonorense Sánchez Camacho lo había intentado ya a finales del Siglo XIX, sin mucho éxito, con el pretexto de empatar los ideales de las Leyes de Reforma con la religión católica, y más tarde fue cesado definitivamente por cuestionar la autenticidad de las apariciones guadalupanas.
Las razones de Pérez y Budar para crear un cisma entre la Iglesia católica mexicana y la romana eran, entre otras, “ frenar la sangría de millones de pesos que anualmente remitían los católicos mexicanos al Vaticano; para que los sacerdotes mexicanos tengan el derecho de gobernar su propia Iglesia y no sean desplazados por sacerdotes extranjeros de los mejores templos; para establecer el respeto irrestricto a las leyes mexicanas y a la Constitución de 1917; para que la administración de los sacramentos fuera gratuita; para que los sacerdotes trabajaran como cualquier otro ciudadano; para implantar el uso del español en las ceremonias religiosas y para desaparecer el celibato entre los miembros del clero.” (Doralicia Carmona. MEMORIA POLÍTICA DE MÉXICO.)
El 21 de febrero de 1925, en plena efervescencia del gobierno de Plutarco Elías Calles, y ya fallecido Eduardo Sánchez Camacho (no sin antes haber sido excomulgado), su pupilo Pérez y Budar funda por la fuerza, y con el apoyo de algunos sacerdotes afines como el español Manuel Luis Monge, además del dirigente sindical y cercano a la CROM, Ricardo Treviño, y numerosos acompañantes anónimos, la flamante “Iglesia Católica Apostólica Mexicana”, con sede en el Templo de la Soledad, en la Merced, prometiendo efectuar los cambios radicales que ya habían sido planteados.
Ese mismo día, el grupo de católicos rebeldes informó al presidente Calles que se había tomado posesión del templo, y se solicitaban todo tipo de facilidades para ejercer en él actividades ajenas a la Iglesia tradicional ligada a Europa. Uno de los máximos facilitadores de la operación fue el fundador de la CROM (Confederación Regional Obrera Mexicana), Luis N. Morones, que en aquella época gozaba de enorme influencia en el gobierno, y quien, por cierto, tenía viejas rencillas (al igual que Pérez y Budar, que había sido encarcelado en Puebla en represión por haber solicitado disminución en los costos de los servicios eclesiásticos) con el clero católico en México.
Sólo un día después de haber tomado por la fuerza la Iglesia de la Soledad, ubicada en la Merced, el 22 de febrero se oficiaría la primera misa, ya bajo las nuevas reglas. Fue anunciada con bombo y platillo por los llamados “Caballeros de la Orden de Guadalupe” (Pérez Budar y su séquito).
Al llegar ya listo para oficiar la primera misa, ante un recinto abarrotado, el sacerdote español Manuel Luis Monge fue atacado por varios asistentes, lo abofetearon, lo mordieron, le rompieron el hábito, además de que alguien del público le aventó en la cabeza un cirio de cera. Ante el desastre y la ira de los católicos en desacuerdo con que se oficiara esa misa, los rebeldes se vistieron de civiles, y con la ayuda de las autoridades (que los apoyaban), huyeron.
Al día siguiente, Manuel Monge y sus cercanos intentaron recuperar La Iglesia de la Soledad con un resultado terrible, ya que una turba enardecida (más que el día anterior) se propuso linchar al padre español, y se requirió de la policía montada y de los bomberos –disparando agua- para dispersar a los agitados feligreses.
Durante los días posteriores a dichos disturbios, y contra todo pronóstico, hubo adherencias importantes a la “Nueva Iglesia Mexicana”, con incorporaciones de numerosos sacerdotes de más de diez estados de la república, además de una auténtica “cargada” (al más puro estilo priista) de varios diputados y senadores de la CROM, quienes entre otras cosas, lo consideraban “no sólo patriótico sino legal, ya que es necesario completar la labor ya realizada de expulsar al gobierno político de España, expulsando también el gobierno religioso de Roma, que vino a nuestro país con la Conquista: “La independencia mexicana estaba realizada a medias, el 21 de febrero de 1925, José Joaquín Pérez y un grupo de sacerdotes patriotas vinieron a completarla". (Doralicia Carmona, Memoria Política de México.)
Durante los siguientes meses, y ante un clima social cada vez más tenso, el presidente Plutarco Elías Calles decide transferir a Pérez y Budar y su nueva Iglesia al templo de Corpus Christi, frente a la Alameda, y transformar el disputado Templo de la Soledad en una biblioteca pública. Desde su nueva sede, la “Iglesia Mexicana” ganó algo de influencia, al grado de celebrar de forma paralela con la Iglesia Católica romana, el 12 de diciembre de ese año, en honor a la Virgen de Guadalupe. Fue también importante la contribución que tuvo el mítico Gobernador tabasqueño Tomás Garrido Canabal, quien comulgaba enteramente con las ideas de los cismados y que logró hacer del “Edén de México” un auténtico bastión de la nueva Iglesia mexicana.
Posteriormente, ya con Calles fuera del poder (posterior a 1928), la Iglesia perdió mucha fuerza, y terminó siendo prácticamente erradicada en 1929, en el momento en que terminó la sangrienta Guerra Cristera, consecuencia funesta de los conflictos entre la Iglesia y el Estado.
En estos días iniciales de la llamada “Cuarta transformación” obradorista, y tomando en cuenta el discurso nacionalista y patriótico que ha caracterizado a sus máximos líderes, resulta un tanto extraño que uno de los temas centrales del país, como es la pacificación, dependa tanto –al menos mediáticamente- de un Gobierno extranjero, como es El Vaticano. Nadie pone en duda la influencia de un actor político internacional como el Papa Francisco, ni su experiencia en temas similares (las relaciones entre Cuba y EUA o la pacificación en Colombia, por ejemplo), pero tampoco debemos olvidar que las grandes problemáticas se tienen que resolver en casa, con hombres y mujeres que conozcan a fondo los problemas nacionales, y que estén en todo momento dispuestos a contribuir al anhelado cese de la violencia. Cada una de las transformaciones que ha mencionado en reiteradas ocasiones el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador (Independencia, Reforma, Revolución), han sido fruto de decisiones tajantes, y se han buscado históricamente numerosas fórmulas que en ningún momento han pendido exclusivamente del delgado hilo de la agenda del Sumo Pontífice, y seguirán sin hacerlo, confiemos.
Eduardo Esquivel González.
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