Escribo esta columna en una ultrabook (una de mis herejías externas al ecosistema Apple en que realizo la mayoría de mis actividades). La máquina estuvo muerta por meses, ya que el cargador de corriente se averió y en México no se consigue de forma alguna. Después de importarlo (por tercera vez, incluso uno de los cargadores comprados se perdió, qué raro, en el hoyo negro de la aduana y correo mexicano), al fin pude usar de nuevo mi computadora portátil.
La computadora es una joya, tienen los materiales y diseños de un MacBook Air, pero con sistema operativo Windows. A pesar de que parecía una buena adquisición, no volveré a comprar esa marca. ¿La razón? No puedo confiar en una empresa que interna equipos de cómputo de gama alta y ni siquiera tiene disponibles cargadores de repuesto.
En contraste, si bien muchos odian a Apple, lo cierto es que hay tiendas en todo el país en las que encuentro, con suma facilidad, cualquier cable, cargador o accesorio para mis equipos. Sin embargo, el servicio de Apple es la excepción en este país del ?no hay?.
En efecto, el caso de mi ultrabook no es único, cualquiera que se haya enfrentado a las bolsas rotas en que empacan las compras en las tiendas de conveniencia, a la ausencia de servilletas en restaurantes de todo tipo y hasta a las garantías de tres mesesotes en tiendas electrónicas, sabe que la calidad de los bienes y servicios es muy deficiente en esta región nada transparente del aire.
Las razones (o pretextos) para estos bienes deficientes son de todos los colores y sabores: desde los que asumen (cándidamente) que empacar productos en bolsas muy delgadas y rotas ?les garantiza? que los consumidores compren las bolsas de basura que ofrecen (como en las tiendas de conveniencia de cada esquina y almacenes de autoservicio), hasta los que le apuestan al costo hundido (prefieren que alguien les compre sus productos una sola vez en la vida y se aguante, en lugar de generar fidelidad a la marca, como la empresa china que fabrica mi ultrabook), el denominador común es la falta de respeto a los derechos del consumidor y, sobre todo, el insulto a su inteligencia.
Lo más grave de este asunto es que es un problema de mal gobierno: de nada sirve un tratado de libre comercio de América del Norte si las aduanas y correos siguen siendo la cueva de los cuarenta ladrones. Tampoco tiene sentido que se hable de órganos de protección al consumidor si, en pleno cinismo, las empresas le apuestan a que el porcentaje de reclamaciones será muy bajo, porque la Profeco suele (convenientemente) olvidar que, si bien las compañías pueden no sujetarse a su conciliación, la dependencia federal siempre mantiene la facultad de multar y sancionarlas. ¿Qué consumidor quiere perder el tiempo con ese tipo de autoridades? Muy pocos.
En suma, pareciera que el dinero de los mexicanos no vale: dependientes que no entregan las notas, empresas que venden equipos sofisticados pero carecen de atención postventa, establecimientos donde la limpieza es optativa y hasta cines donde ya existe la reventa u ocultamiento de boletos, solo evidencian que los proveedores de bienes y servicios asumen que la gente compra, a pesar del mal servicio y calidad de lo adquirido.
Lo peor es que esas compañías no se equivocan.
A pesar de lo molesto que es ese mal empresariado, para el mexicano la dignidad resulta más incómoda: por eso los boicots no funcionan en este país, la gente no está dispuesta a sacrificar más para hacerle ver al proveedor que quien manda es el consumidor, porque paga.
Por ello me causó risa la ?campaña? en redes sociales para que la gente cancelara sus suscripciones de Dish, en protesta por el despido de Carmen Aristegui. La propuesta es cómica por varias razones. Primera, con el debido respeto, dudo que los chairos paguen por la televisión restringida, incluso muchos de ellos, amparados en una interpretación estulta del anticopyright, consideran un acto revolucionario robarse la tele por cable, por tanto, no pueden cancelar un servicio que no pagan. Segundo, los que sí pagan por estos servicios, tienen un doble dilema: o les gusta Carmen pero no están dispuestos a dejar la comodidad de una tele restringida de bajo costo (que hasta HBO permite ver) o no les importa lo que le pase a esa comunicadora (porque el canal 52MX jamás lo sintonizaron o no comparten su forma de hacer periodismo). Tercero, en el supuesto de que sí, paguen su Dish, sean seguidores de Aristegui y estén indignados por su despido, siempre está presente el second thought: ?¿Y servirá que cancele el Dish? ¿Y si los que cancelan son muy pocos? ¿Y, después de que cancele, qué??. Así, en el mundo del mexicano comodino, el boicot no es heroísmo: es torpe e innecesario martirio.
Así, mientras en este país aguantemos el ?no hay?, o el ?es lo que tenemos?, no nos debe sorprender que computadoras, restaurantes, tiendas y radiodifusoras hagan lo que les pegue en gana. Si aceptamos que la política se rige por las mismas reglas del mercado, tampoco nos debe extrañar que los candidatos a puestos de elección popular sean como las bolsas endebles y rotas de las tiendas de conveniencia y que los partidos políticos se comporten igual que el servicio al cliente de una empresa de computadoras.
Y sí, tampoco la gente va a dejar de votar porque los candidatos sean muy chafas: si no llegan a sufragar, será por comodinos, seguramente preferirán ver fútbol que hacer fila para llenar sus boletas?