La diplomacia de México se ha ganado el respeto del mundo. Lo mismo en la guerra civil española que en la Alemania nazi, en confilictos del Medio Oriente o en la larga cadena de inestabilidad política de Centroamérica en los años setentas y ochentas del siglo pasado, la política exterior mexicana ha recibido el reconocimiento internacional, sobre todo por su disposición de utilizar el asilo como mecanismo de salvaguarda a las víctimas o perseguidos políticos.

El mejor ejemplo de la política exterior mexicana de intervenir por víctimas de conflictos armados o perseguidos políticos, es el del cónsul general de México en Francia, don Gilberto Bosques Saldívar, a quien se le ha otorgado el título nada menor de “El Schindler Mexicano” por su disposición y entrega a la causa humanista: salvó la vida de alrededor de 40,000 personas durante la Segunda Guerra Mundial.

Bosques Saldívar, fue cónsul del gobierno de Lázaro Cárdenas entre 1939 y 1942, años en los que ayudó a los perseguidos por el nazismo y a republicanos españoles que habían huido del franquismo. Cuando las fuerzas nazis entraron a la capital francesa, escapó y puso sus oficinas en Marsella, junto a otros diplomáticos, alquiló dos castillos para alojar a 1,350 hombres y mujeres, en su mayoría españoles, para evitar que fueran capturados por los nazis. Gilberto Bosques Saldivar firmó personalmente las cuarenta mil visas para que personas perseguidas por el fascismo pudieran abandonar Europa y refugiarse en México.

Si bien la llamada Doctrina Estrada obliga al país a respetar el régimen y la libre autodeterminación de los pueblos del mundo, hay momentos en los que la crisis humanitaria generada por diferencias internas de esos países, obligan a los Estados nacionales a tomar posición y México ha sido puntual siempre en estar solidario, sobre todo con las víctimas, con la gente que sufre las consecuencias de tales conflictos. Ocurrió así con los perseguidos de las dicaturas en América Latina, lo mismo chilenos que uruguayos, y también en el caso de Guatemala, donde se recibieron a miles de familias refugiadas que huían de la violencia.

Uno de los ciudadanos guatemaltecos que recibieron refugio y protección de nuestro gobierno fue Rigoberta Menchú, quien padeció la brutalidad de la violencia cuando miembros de su familia, incluida su madre, fueron torturados y asesinados por los militares o por la policía paralela de los “escuadrones de la muerte” que operaban en Guatemala. El 31 de enero de 1980, su padre Vicente Menchú y su primo Francisco Tum, fueron 2 de las 37 personas ―entre las que se contaba el cónsul español Jaime Ruiz del Árbol― que la Policía Nacional de Guatemala quemó vivas con fósforo blanco en la Masacre de la embajada española en la ciudad de Guatemala.

El clima de violencia y atropello a los derechos humanos en el vecino país del sur eran indignantes. Así, mientras sus hermanos optaban por unirse a la guerrilla, Menchú inició una campaña pacífica de denuncia del régimen guatemalteco por constantes agresiones a los campesinos e indígenas; ella personificaba el sufrimiento de su pueblo con notable dignidad e inteligencia, por lo que al escapar de la represión, solicitó asilo en México y en 1988, como todos sabemos, recibió el Premio Nobel de la Paz.

La solidaridad mexicana se ha mantenido recientemente en el caso de los venezolanos que huyen de la dictadura del gobierno chavista, a la que este gobierno no considera dictadura. Y es ahora donde parece que la política y la diplomacia mexicana han comenzado a ajustarse a los intereses y afinidades ideológicas del grupo gobernante, en lugar de seguir fiel a sus principios que han dado prestigio y respetabilidad internacional.

El caso de Bolivia ha marcado totalmente la diferencia. En primer lugar, ningún presidente mexicano se ha apresurado tanto a felicitar al triunfador en elecciones presidenciales de otro país, como lo hizo López Obrador con Evo Morales. Todavía más. Cuando la crisis boliviana escaló y llegó la violencia, Evo Morales convocó a nuevas elecciones, aunque ya era demasiado tarde. El primer país que a pesar del principio de No Intervención lo felicitó, fue otra vez México. No hubo la mínima prudencia y sí la posición pública de afinidad con un proyecto de corte populista y autoritario que si bien logró importantes mejoras económicas en el pueblo boliviano, lo hizo a partir de sacrificar libertades políticas y civiles.

Una vez que los problemas de un gobernante autoritario y ególatra como Evo Morales (su museo propio, construido con dinero público, es una joya de culto a la personalidad) no pudieron ser procesados en cauces institucionales porque éstos no existen o no tienen credibilidad pues son instancias a las ordenes del gobernante, ocurrió lo peor que puede ocurrir en una democracia: el presidente es obligado a renunciar. ¿Hubo un golpe de Estado? Por supuesto. Pero ¿quién fue el primer golpista? ¿El que se apoderó de todas las instituciones autónomas de Bolivia y gobernó con mano dura a favor de un sector de la sociedad, con becas y subsidios corporativistas? ¿El que reformó la constitución para reelegirse una vez y luego para tratar de eternizarse en el poder?

México, violando la Doctrina Estrada, sin más argumento que la deposición de Evo, califica los hechos como un golpe de estado y comete otro error: ofrece asilo a un personaje autoritario con todo el perfil de dictador, algo que ni siquiera el propio Evo había pedido y que de forma natural le correspondía a países como Venezuela o a Nicaragua. Ahora, Evo está en México pero la diplomacia mexicana ya no está donde estaba: antes íbamos por las víctimas, por los perseguidos, por los que sufren; ahora, estamos salvando a los autoritarios.