Dicen que las naciones modernas han avanzado porque han comprendido que las elecciones son como la “cascarita” de futbol de los sábados con los amigos y vecinos: un juego en donde no se puede abusar de la violencia, en donde se cantan y se aceptan los fauls incluso aunque no sean tan evidentes, donde se juega con garra y con corazón, pero con reglas de caballerosidad, porque la razón principal no es tanto el resultado del juego sino la convocatoria al próximo encuentro.
Lo contrario y lo verdaderamente indeseable es el choque permanente, la confrontación que no da descanso, la descalificación del adversario. La polarización política es la antítesis de los valores de la democracia, valores que se fincan siempre en la tolerancia mutua, en la aceptación del adversario como un rival legítimo.
En México, el clima polarizante que se ha instalado en la narrativa nacional, nos está llevando al peor de los mundos posibles, a ver las elecciones intermedias de 2021 no como el “juego (democrático) del hombre”, parafraseando a conocido comentarista de futbol, sino como un asunto de vida o muerte, como una guerra de odio entre “liberales” y “conservadores”.
Los estudiosos de la ciencia política han advertido que el mayor riesgo de la polarización que vivimos a partir del discurso presidencial que descalifica permanentemente a sus adversarios, es que, sintiéndose amenazado por los niveles de desencuentro que él mismo alienta, las prioridades del gobierno se vuelvan exclusivamente electorales.
En México esa ya es una muy lamentable realidad. Todo lo que hace o deja de hacer el gobierno de López Obrador está pensado en la rentabilidad política, lo mismo los programas sociales que busca convertir a los beneficiarios en un ejército de votantes, alrededor de 16 millones, que el discurso permanente contra la corrupción del pasado, incluso sin tener mayor disposición ni necesidad de castigarla.
Por eso debería preocuparnos las amenazas que se ciernen sobre el Instituto Nacional Electoral. En la situación de tensión, en la que un gobierno se siente entrampado, la tentación autoritaria de vulnerar instituciones claves de nuestra democracia como es el caso del INE, se hace presente como el único y más eficaz método de supervivencia. Lo han hecho países como Venezuela, Nicaragua y Bolivia, con resultados que todos conocemos: una democracia dañada de raíz, incapaz de darle estabilidad, paz y garantía de futuro a esas naciones.
Cuando eran oposición, a López Obrador y a su partido Morena le interesaban sobremanera la certeza de las elecciones. Hoy es evidente que lo que buscan es el control del órgano como vía para garantizar su prolongación en el poder. Por eso los recortes presupuestales y la amenaza de una reforma electoral para desaparecer el consejo general y para quitar la figura de la presidencia inamovible que descansa en manos del doctor Lorenzo Córdova Vianello.
La campaña para desmantelar una institución que ha logrado dar confianza a los procesos electorales en el país comenzó bastante pronto y va en ascenso. Parecería que la tensión quiere ser llevada a niveles tales que un día de estos, de buenas a primeras (como lo acostumbran los líderes parlamentarios de Morena frente a la presión natural o autogenerada) retirar cualquier iniciativa a cambio de algo aparentemente menor, por ejemplo, la Secretaría Ejecutiva a cargo hoy del maestro Edmundo Jacobo Molina.
Si eso llegase a ocurrir, no sería la primera posición clave que tendría Morena para tratar de avanzar en sus planes de control sobre el INE. Con su mayoría parlamentaria y aprovechando la ingenuidad de la oposición, el año pasado colocó a un incondicional de la 4T en la contraloría interna del órgano, Jesús George Zamora, vinculado al subsecretario del Trabajo, Horacio Duarte, con la consigna de dinamitar, desde adentro, la imagen pública del instituto.
La Secretaría Ejecutiva es el corazón del INE. Es la representación legal, la autoridad organizativa, y la coordinadora de cientos de miles de mexicanos que trabajan para darle certidumbre a las elecciones. Descabezar esa posición permitiría a Morena y al gobierno hacerse del control de todo el proceso electoral, lo que significa en los hechos la derrota de la autonomía y la independencia del Instituto.
Quienes defienden al INE desde la oposición, y desde la sociedad civil, deben tener en claro que la amenaza autoritaria es real, pero que el verdadero objetivo de las presiones del gobierno y su partido es adueñarse de la operación institucional, lo que le permitiría cerrar la pinza de una estrategia de gobierno fincada en el uso del presupuesto para ganar votantes; es decir, planteada no para transformar al país, sino para ganar elecciones.