Pedro Infante es una de las figuras más populares en la conformación del imaginario colectivo de la era del cine de oro mexicano, entre los años cuarentas y cincuentas del siglo veinte. Su filmografía y su voz, han surcado las paredes de la mayoría de los hogares de un país extraordinariamente rico y diverso en los símbolos identitarios, que dan constancia de milenios de historia. A pesar del título del presente artículo, en clara referencia al nombre del autor, éste se comprenderá no como una figura histórica en sí misma, sino como un emblema simbólico de una expresión de la alteridad mexicana, para comprender un problema que atañe a un grueso de la sociedad de los sectores más populares, y nos permita contestar a una figura retórica de ricos beneficios para la demagogia populista. Nuestro personaje, como noción, será comprendido con el concepto de “pedroinfantismo”.

El pedroinfantismo comprende la adjudicación de un valor de tipo moral a un valor meramente económico, o mejor dicho, la pretensión de expresar que la pertenencia a una clase social, implica también la posesión de un determinado sentido de lo “ético” y lo “moral” (no son lo mismo). Nosotros asumimos la falacia de tal adjudicación, y para ellos establecemos una distinción propia de Ronald Dworkin en  Justicia para erizos. Lo “ético” es comprendido, como un principio regidor de la voluntad sobre valores universales radicados exclusivamente en la conciencia, y que incumbe únicamente al ente reflexivo consigo mismo, y lo “moral” como la expresión de tal conciencia, en su manifestación fáctica (acto), y que por lo tanto es la impresión que reciben los otros de “otro”.  Lo ético es una valoración radicada en la subjetividad (al más puro sentido kantiano), mientras la moral es intersubjetiva. Dworkin pretende evitar una separación drástica entre las dos nociones, y que tanto la moral, como la ética puedan ser de acceso para más sujetos. El pedroinfantismo parecen separar, e incluso conflictuar un proyecto conciliador de la ética con la moral, generando problemas importantes de reconocimiento dignitario entre todas las partes, portadoras cada cual con sus rasgos identitarios, tanto buenos, como malos.

“Nosotros los pobres” y “Ustedes los ricos”, son dos películas que expresan, conjuntamente, una idealización de los valores de “bien” y “de mal”, según la clase social a la que se pertenezca. La primera película es la historia de un carpintero, un hombre trabajador, feliz y honesto, radicado en una vecindad con personajes en sí mismos “pintorescos”. Canta mientras pule la madera, y provoca las sonrisas enamoradas de su esposa “la Chorreada”. El destino le impone pruebas violentísimas a “Pepe el Toro” (personaje que interpreta el personaje aquí tratado): la violenta muerte de su hijo y la cárcel por un supuesto asesinato, no le quitan jamás a nuestro personaje, y a su entorno, esa especie de representación idílica de una Arcadia ambientada en un barrio bajo de la capital del México de la primera mitad del siglo veinte. A pesar de la pobreza, la tragedia y las evidentes limitaciones de personajes engalanados con las virtudes de su personalidad (p.e. un par de mujeres alcohólicas en situación de calle, como la “Guayaba” y la “Tostada”, ostentan una simpatía extraordinarias, contrastando con la violencia auténtica de su estado), continúan la narrativa simpática que llegan a un mismo punto: el pobre es feliz, y la felicidad se la garantiza su entorno bondadoso, trabajador, sincero…

La segunda película: “Ustedes los ricos” es la esquizofrénica manifestación de la venganza del honrado y feliz entorno, por el costo de la abundancia  económica y la ostentación de una educación refinada. Pepe el Toro tiene una sobrina (“Chachita”) que resulta ser la hija de la difunda hermana de aquel, y de un hombre, también fallecido, heredero de una ingente fortuna.  Los problemas inician cuando la anciana madre del padre de Chachita, busca a la nieta perdida –pues esta habitaba en la feliz pobreza del tío-, y esta decide seguir a la abuela, seducida por la perversión de la riqueza, causando gran tristeza a los suyos. Sin embargo, la experiencia con los bienes de Pluto no serán del agrado de la niña: esos horribles y aburridos estudios… ¿para qué tantos profesores, si estos amagan la veleidosa espontaneidad que inhibe la distinción humana con otras especias? ¿Para qué las tediosas  e inútiles reglas que garantizan la civilidad de un conjunto de seres tendientes a la violencia? ¿Para qué convivir con un conjunto de seres marchitos, ambiciosos e hipócritas que no ofrecen sinceridad, sino puro interés? En síntesis: el rico es infeliz, y la infelicidad se la garantiza su entorno malévolo, lleno de gente repleta de reglas, maledicente, carente de sensibilidad e incluso, ridícula.

El dilema al que nos confronta este hito del imaginario social mexicano es ¿qué prefieres ser: un rico infeliz y maligno? o ¿un pobre feliz y bueno? No importa los contrastes, los puntos medios,  la mesura del juicio, ni nada: “pobre bueno” o “rico malo”.

Considero que el dilema es en sí mismo falaz pues parte de una petición de principio insalvable: la pobreza o la riqueza no son en sí mismas categorías morales, esto es que ni se es bueno, ni se es malo, por pertenecer a una clase social determinada. Por más y que existan factores que promueven el desarrollo de tales virtudes o tales vicios. Sé que a mucha gente esto le parece una obviedad, pero cuando en el discurso demagógico se pretende lucrar con algo que a todas luces es prejuicioso, e incuba una serie de acciones violentas sustentadas en un flagrante ad hominem, los monstruos más perversos de la humanidad afloran. Es así cómo cosas tan repulsivas, provocadas por distinciones tan ridículas, enardecen los odios clasistas y llaman a la violencia en contra del “otro”. En la Rusia revolucionaria se internaban en hospitales a personas de orígenes aristócratas, burgueses o educados, porque consideraban que los hábitos aprendidos en su núcleo, al ser malignos (por distinguirlos de gente con condiciones “inferiores”), tenían que ser extirpados, como expondrá el nobel ruso (condenado él mismo a décadas de presidio en un Gulag) Alexander I. Solzhenitsin en Pabellón del cáncer, o intelectuales críticos de la dictadura soviética en El primer círculo, o la denuncia hecha a todo un régimen policiaco fundado en los prejuicios de clase como se expone en Archipiélago Gulag; y en México y América Latina, que es un abrevadero abundante en los discursos populistas que lucrando con el odio de clase, recurren al imaginario pedroinfantista para promover, sobre todo en los sectores más lastimados de la sociedad, un sentimiento de ira en contra de otros sectores ya sean económicos, ya sean ilustrados. En una especie de defensa necia por la permanente marginalidad.

Con la crítica al pedroinfantismo  no se hace apología de la desigualdad; no se defiende la distinción despótica basada en regímenes donde la injusticia social pervive;  mucho menos se prejuicia a la denuncia ante una condición que a todos nos debe insultar como la pobreza, y su hija, la ignorancia, pero esto afirma lo que yo manifiesto: relacionar a la pobreza con la felicidad, como solución al dilema expuesto, provoca que en el imaginario social ese binomio cunda, generando un equívoco en la comprensión de sí mismos y de los otros. Todo sistema justo, debe trabajar por la erradicación de la pobreza, y en ese proceso de erradicación, la idealización de la pobreza, y de sus supuestas virtudes, provoca el descrédito de los aduladores del sector empobrecido que debe ser sacado de su condición, para acceder a muchos de los beneficios que el pedroinfantismo maquilla, travistiendo con los polvos del encanto, una situación indignante que no se puede ver más que con los ojos del enojo, y a la que solamente la concordia de clases y el trabajo de toda la sociedad, pueden beneficiar,  no la discordia que mata y destruye.

Cuando Dworkin advierte sobre la “buena vida” y la “vida buena”, refiriéndose a la primer noción a las  condiciones materiales, y a la segunda, con las condiciones éticas, en donde la “vida buena” implica el acceso a los benefactores básicos –o superiores- de la existencia, y la “vida buena” a la correspondencia con principios intelectuales como el “bien” y el “mal, asume que no se corresponden necesariamente. Una persona pobre puede ser una persona buena, efectivamente, y su virtud se encarece si esa decisión es producto de una decisión, p.e. un artista sacrificado por sus ideas, a la manera de Solzhenitsin, quién vivió las penurias de la miseria por denunciar el fanatismo clasista de los soviets; pero también la pobreza, completamente involuntaria, es normalmente un producto de la desigualdad injusta que no se trasciende santificándola, sino combatiéndola con eficacia. Igualmente una persona  que logre disfrutar de todos los beneficios de la abundancia, puede ser lo suficientemente capaz de poseer una “vida buena” en todo el sentido de la palabra, a la manera del compositor germano Félix Mendelssohn, vástago de una familia de banqueros, quién no sólo utilizó la riqueza de su familia para mantener una orquesta que interpretara sus obras, o patrocinar la gran obra de rescate –quizás la más grande en su tipo por la importancia del valor de ejecución que refiere- del inmortal J.S. Bach, olvidado por las glorias burguesas a ser material del moho y los gusanos. La riqueza bien usada puede tener consecuencias grandiosas para toda la humanidad, y si esa riqueza es propiedad de un individuo de espíritu tan elevado como Mendelssohn, los frutos que generan provocan eso que Dworkin llamará una “vida digna de ser vivida”.

Aspirar a heredar lo mejor de sí al mundo, es de una majestad que tanto Solzhenitsin, como Mendelssohn, pueden  presumir, porque además de todo, reconocieron siempre el valor de la dignidad en sí, y que implica el aprecio, defensa y respeto a un “otro” portador del valor de sí (dignidad), sin mezquinas distinciones como las que el pedroinfantismo ha legado a una sociedad que a nuestros días no ha podido superar sus propias contradicciones (o “complejos de inferioridad”, como de manera algo extraña –recurriendo a Adhler- a nuestros días hará Samuel Ramos en su famoso Perfíl del hombre y la cultura en México) que generan problemas tan cotidianos en la vida de una sociedad que no se les discute de manera objetiva, como la agresividad, según Ramos, del denominado y simpático “pelado”, por ejemplo. El aprecio a la dignidad, define la unidad de la “vida buena” y la “buena vida”, de la “ética” con la “moral”, pues cualquier persona, por encima de clases sociales, se aprecia a sí misma, siendo coherente con el valor “bueno” de “dignidad”, con el de los otros portadores de lo mismo. Usando recursos e ingenio, para consagrarse un ente que al final de sus días pueda afirmar que ha vivido una vida digna de ser vivida, siendo “buena” ella, y “bueno” él mismo.