Pareciera una expresión tautológica cuando se dice que el político debe ser tolerante.
Un político tolerante, acepta que el adversario piense distinto a él, respeta esa diferencia de opinión y se expresa considerando el derecho de los demás a disentir. Ahora bien, si queremos ver un poco más allá, un político tolerante acoge la desigualdad del pensamiento y lo utiliza para complementar el suyo.
Pero eso ya es mucho pedir en una clase política que antepone sus intereses personales y/o partidistas, a los del país.
El tercer debate se desarrolló como se preveía, vaya sin sorpresa alguna.
Por principio de cuentas, vimos a un Andrés Manuel tranquilo, siguiendo las recomendaciones que sus asesores le repitieron y contestando lo indispensable.
La realidad es que poco sabe de economía, de planeación, de finanzas públicas y debido a su falta de preparación, batalló para expresar sus ideas, cosa que no le impidió aceptar que cancelará la reforma educativa y dio a entender que podría desaparecer el Seguro Popular.
Luego, observamos a un José Antonio Meade en su papel de conocedor de los temas que se trataron, relajado, señalando los errores de Andrés Manuel y las acusaciones contra Anaya. Se le vio seguro y dejó buen sabor de cosa su serenidad y propuestas.
La gente esperaba más vehemencia a la hora de hablar, pero jamás se ha demostrado que el ser un buen orador baste para conducir a una nación.
Divisamos a un Anaya, lleno de ira, desesperado por convencer que es víctima de un ataque por parte del gobierno y del presidente Enrique Peña Nieto. Su falta de argumentos, reflejó su impotencia para articular su defensa. Adoptó una posición más populistas que cualquier dictador latinoamericano al prometer cosas irrealizables.
La mirada de odio que le dirigió a Meade y la amenaza al presidente Peña Nieto al final del debate demuestra su falta de control sobre sí mismo y la forma en que se dirigió a Andrés Manuel, que no deja de ser un adulto comparado con él, proyecta un joven irrespetuoso, voluntarioso, veleidoso y frívolo.
Este tipo de conducta lo habilita como el real y nuevo peligro para México.
Los asesores del joven Anaya le deberían enseñar que pretender ser el conductor de 120 millones de personas requiere serenidad, experiencia, control de si mismo, insisto, ser tolerante y dominar las tentaciones de trascender.
Deben decirle que México vive momentos difíciles y que la polarización del ingreso marca que la mitad del país está en pobreza y que esa circunstancia lo obliga a ser meticuloso en su actuar dentro del concierto de la política.
Deben exponerle que lo que menos necesitamos es un joven voluntarioso, ambicioso y pagado de sí mismo y que ya se vislumbra como un nuevo Mesías Azul que nos viene a salvar de todos los males.
Deben decirle que el hecho de que no lo saludaron sus adversarios a la salida del tercer debate, demuestra su falta de conexión con la gente.
Eso es malo, muy malo.
Pero para terminar, deben aclararle que la avaricia por el poder no conduce a nada bueno y que sólo deja amarguras y que debe aprender que lo que más importa en la política, es el saludo y la sonrisa de la gente en la calle al terminar el mandato.
Ahí es cuando se prueba la efectividad de la carrera política.
Herman Hesse escribió una obra fenomenal que tituló El Lobo Estepario, ahí, nos cuenta el aspecto psicosociológico de Harry Haller, donde narra la difícil relación de Haller con el mundo y consigo mismo. A través del desarrollo de la novela se va descubriendo la realidad y dejando atrás la ficción en que el protagonista vive. Al final de la novela Harry ve que el mundo tiene muchas cosas que permiten valorarlo e incluso, ser feliz.
Pronto el joven Anaya descubrirá que el mundo no es como lo concibe y que hay ciertos códigos que tiene que respetar para alcanzar el éxito que tanto ambiciona.
Así de simple…