Entre los individuos, como entre los Estados, el sentido común es la esencia de los derechos. ¿Qué haría, estimado lector, si alguien sostuviera en un libro que usted «se derrumbó moralmente» y que «sucumbió a las presiones y componendas de un poder al que ya se había enfrentado antes con dignidad y valentía»?
Resulta obvio que usted reclamaría el daño a su reputación, buen nombre e imagen, ¿no es cierto? Entonces, ¿por qué espera Carmen Aristegui que Joaquín Vargas no demande por estas lindezas que la periodista le dedica en el prólogo del libro La Casa Blanca de Peña Nieto, La Historia que Cimbró al Gobierno?
En México, donde los pensadores (es un decir) antisistema suelen quejarse del autoritarismo y de la falta de libertades de expresión y prensa, ya tiene rato que se despenalizaron la injuria, difamación y calumnia: lo que antes se trataba como un asunto criminal, ahora es materia de juicios civiles. Sin embargo, para algunos aun esta vía judicial resulta excesiva. Estamos ante la exigencia, por parte de un periodismo militante, de que sea totalmente impune injuriar, calumniar o difamar.
Ciertamente que el debate de los asuntos públicos merece una protección robusta y que esa discusión debe darse incluso con un lenguaje fuerte, sin restricciones propias de la hipocresía de épocas autoritarias. No obstante, aprovechar la publicación de un libro para etiquetar a un adversario como «derrumbado moralmente» o que ya no enfrenta al poder «con dignidad y valentía» implica una conducta que un particular no está obligado a tolerar: nuestro sistema interamericano de derechos humanos claramente distingue entre la crítica a un particular y a una autoridad, si bien Carmen Aristegui y Joaquín Vargas son particulares con exposición pública (y, por ende, con una menor protección de la crítica que un perfecto desconocido), lo cierto es que esta situación no es una patente de corso para calificarlos como venga en gana… en todo caso, si se puede demostrar que la publicación falta a la verdad, lo correcto es que haya una consecuencia jurídica.
Joaquín Vargas busca que un tribunal ordene la destrucción de los ejemplares del libro y se edite con un prólogo que no incluyan los párrafos que estima le dañan. La reclamación de Vargas no implica censura previa, ya que el libro se encuentra en circulación… el tema central es si el juez debería ordenar el retiro de la edición o solo ordenar el pago de una indemnización. El debate del punto da para mucho, porque el lucro del libro (o los caudales de la editorial) no necesariamente es equivalente al daño causado con las expresiones: ¿qué pasa si el monto de la indemnización rebasa, con mucho, las posibilidades económicas de los ofensores? ¿Debería optarse (como lo exige el sentido común) por limitar la causa de agravio, en lugar de remediarla?
La pretensión de impunidad del periodismo militante antisistema pareciera que busca reescribir el artículo 13 de la Constitución General de la República: donde la Carta Magna federal sostiene que ninguna persona o corporación puede tener fuero y que solo subsiste el fuero de guerra para los delitos y faltas contra la disciplina militar, estos activistas con chaleco mediático intentan que ahora se diga «subsisten los fueros de guerra y periodístico, pero los tribunales en ningún caso y por ningún motivo podrán condenar a los periodistas que injurien, ofendan, calumnien o difamen, ni ordenar el retiro de las comunicaciones o publicaciones que contengan tales conductas».
¿Esta aspiración resulta sorprendente? Realmente no: vivimos en un país donde la facción violenta de un sindicato negocia con el gobierno la aplicación de una reforma constitucional (aprobada y vigente), como es la educativa. En México, cualquier cosa es posible…