Denostado por sus orígenes claramente estamentarios, por su apelación constante a un sentimiento que puede transgredir la objetividad ética en su constante apelación universalista; considerado un principio poco sustantivo que es fácilmente relacionado con el orgullo, y su vanidosa apelación a la consideración de superioridad por sobre el resto de los conciudadanos, el honor es también un principio interno que vincula la voluntad con el sentido del deber.

La voluntad, ese maravilloso concepto profundamente estudiado en la ilustración, teniendo como mayor exponente a Immanuel Kant, es la facultad interna donde radica el supremo tribunal de las elecciones. Para Kant, la posesión de tal capacidad inobservable para el resto de las conciencias, es el reconocimiento de la libertad, pues la entidad puede inclinarse por una gama de posibilidades del actuar. Comprender que se puede elegir, nos hace libres, y entender que en esa operación del intelecto se puede definir el bien, u optar por el mal (dependiendo el nivel imperativo de compatibilidad con otras conciencias lo suficientemente inteligentes como para entender las razones de la acción, y ser incluidas en su determinación) nos hace igualmente imputables –en una terminología propia del derecho penal-, o, en términos estrictamente filosóficos: responsables. Una persona responsable es una entidad inteligente capaz de determinar los móviles de su acción, asumiendo las consecuencias de su determinación. Un sujeto irresponsable, incapaz de definir los términos de su actuar –ya sea por incapacidad mental, o por inmadurez o inexperiencia, como es el caso de los niños-, son inimputables. La responsabilidad es un principio clave que, en términos kantianos, implica un esfuerza supremo porque es evidente que pocos están dispuestos a asumir las consecuencias de sus acciones, tanto en su vida personal, y no se diga en los asuntos públicos, donde las condiciones del entorno definen en muchos casos las decisiones, contradiciendo incluso a lo que la fortaleza volitiva racionalmente exija. Es en este aspecto donde quiero profundizar, comprender al honor como una noción de definición de la acción política, y no como un principio íntimo anterior a la acción, entendido en los influyentísimos términos de la ética kantiana, que claramente definirán la apreciación de la voluntad en toda la modernidad de una manera que considero benéfica y que no someteré a juicio aquí.

El problema que toco se limita a lo estrictamente político, delimitado por la estructura que se impone, y donde las consideraciones que se usan para comprender la decisión de lo político, desde el estricto margen de la ética de influencia kantiana, lo considero un error. Kant no está juzgando “actos”, es decir, manifestaciones en el mundo de lo que suponemos una realización de la voluntad. La ética es un principio metafísico impenetrable por conciencias ajenas al ejecutor, estos es que nadie puede conocer las reales intenciones que motivaron el acto, pues muchas veces la acción no se corresponde con la intención, recordemos esa famosa frase en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres en donde nuestro filósofo expone sus principios éticos, y donde claramente asume que lo únicamente bueno es la “buena voluntad”, lo que en términos coloquiales reconocemos en la “intención”, pues muchas veces la acción se disloca y el resultado no es lo esperado. Entre la intención y el resultado existe un océano de distancia en el que la mirada ajena no puede siquiera zambullirse. Se puede opinar, tener una serie de creencias fundadas en experiencias previas, o en hábitos producto de preconcepciones más que en fundamentos sólidos, como David Hume, poderosa influencia en Kant, dirá con su gran capacidad de análisis, pero tener certeza o la verdad…, es imposible, a la manera de creer que el sonido de la campana se debió al esfuerzo aplicado sobre la cuerda que debería moverla… puede ser que la cuerda esté cortada, atorada en una rama, y la campana suene producto del viento que mueve el badajo. Se puede “creer” que el sonido proviene del esfuerzo, porque el hábito de muchas veces haber jalado la cuerda ha dejado tal enseñanza, pero el fantasma del equívoco puede latir permanentemente, y la causa se divorcie del efecto aunque lo ignore la conciencia.

Rousseau, admirado por Kant, no querrá encerrar a la ética en las murallas de la pureza intelectual, sino claramente repercutir en el mundo a través de la política. En la caricatura que hace Rousseau, de nada sirve al mundo un sujeto encadenado por más y que sus capacidades intelectuales le permitan definir posibles móviles de la acción. Rousseau quiere una noción propia del ciudadano, incluso trascendente a consideraciones de la pura razón, de allí que la influencia sensualista escocesa trascenderá en el ginebrino, y estimará lo oportuno del sentimiento que enfrente una situación ante los que la racionalidad claramente impondría una limitante o, en su extremo, una prohibición tajante por violar la universalidad compatible con todas las conciencias inteligentes, como Kant defiende. Estoy seguro que a un tipo tan poco tolerante con distinciones estamentarias como Rousseau, quién grita constantemente la banalidad de la aristocracia, reconocería el sentido del honor como lo más cercano a su propuesta, pues por otro lado, nuestro ginebrino apasionado es un idealizador superlativo del mundo clásico, y sus personajes admirados son los héroes que el gran biógrafo alejandrino, Plutarco, exalta con esos fines pedagógicos  en sus inmortales Vidas Paralelas, propios de la paideia estoica, que se propone infundir una enseñanza moral a partir del ejemplo, siendo la ejemplaridad de la historia, un material de gran valía para la muy admirada Roma, cultivadora de los anales. El ejemplo educa, la narración apasiona y más cuando la imaginación traza sus hipérboles, haciendo de hombres comunes, héroes.     

La esencia del héroe es el honor, esto es la manifestación en el mundo de un resultado claramente benéfico para las necesidades requeridas en un tiempo-espacio específicos de su sociedad. A diferencia de los principios éticos, radicados en la metafísica voluntad; el honor se juzga por la plenitud de su realización en el mundo, sobre un criterio de deber, capaz de lidiar con una circunstancia de tal magnitud que incluso la propia racionalidad habría emitido su censura. Pongamos un caso, cuando en la Ilíada, Homero nos canta esa grandiosa aristeia (lucha entre príncipes) entre Aquiles y Héctor, ambos personajes se baten en una lucha donde están los principios de sus respectivos pueblos encima de ellos, ambos luchan por motivos perfectamente justificables en donde se decide la sobrevivencia de sus reinos, en especial Troya, invadida por los griegos, defendida con majestad por un príncipe como Héctor, que siendo consciente de la inevitabilidad de su personal desgracia, sale a luchar en contra de un rey que es además un semidiós, como lo es Aquiles.  ¿Qué movió a Héctor? Sin duda la razón alertaría las posibilidades –y de hecho lo hizo-, y exigiría un realista y crítico análisis: la fuerza de Aquiles es superior a la de Héctor ¿y es por ello que Héctor no debe salir a defender el honor suyo, que es el honor de su pueblo entero? Héctor salió con todo en contra, consciente de su sacrificio desde aquella famosa despedida de su esposa Andrómaca y su pequeño hijo, el príncipe Astianacte.  El hado se cumplió, y el príncipe Héctor luchó, peleó hasta el límite de sus fuerzas y murió de una forma cruel por causa del poderoso y violento griego, quién arrastró el cadáver del troyano derrotado, atado de piernas a su carro de combate, en torno a las murallas de su muy amada ciudad. La derrota no merma el honor, lo ensalza si se hizo como reacción a un hecho fundamental del beneficio de su sociedad (la única noción de deber propia de la política), como lo degrada la abstinencia de combate a costa del bien de su sociedad, hecho muy común de un personaje famosamente cobarde como el hermano de Héctor y heredero al trono: Paris Alexandro, cuyas permanentes huidas en combate, le restan el honor que a su hermano muerto ni los milenios, ni la diversidad de civilizaciones le ha retirado en absoluto, todo lo contrario, esa narración épica es uno de los principios fundamentales del ser de Occidente, y un valor con un grado de estima imperecedero.

El honor implica un enfrentamiento con una situación anteponiendo siempre los principios fundamentales de la sociedad a la que se pertenece, se juzga con base a su resultado, aunque este termine en fracaso, lo que importa es que se realizó lo que la historia, el momento y la cultura esperaban se hiciera (el “deber”), y se acrecienta conforme el sacrificio haya sido mayor. Toda sociedad, y en especial, toda élite, debe poseer valores que la superen a sí misma, que trascienda temporalidades y vincule el sentido de deber por sobre principios de índole particular como la comodidad. Para la sociedad burguesa, amante del confort y todo lo que represente un menor esfuerzo, es obvio que el discurso del honor pueda sonarle no sólo excéntrico, sino incluso ridículo ¿para qué luchar por algo condenado al fracaso? Quizás por eso la hiperracionalizada sociedad industrial, poco caracterizada por su sentido del honor, sea al mismo tiempo tan cruel por su valor confortable, en donde ha parido generaciones enteras de élites mezquinas incapaces de comprender el valor del servicio público, no como un medio de beneficio privado, sino como un espacio de sacrificio de lo público, acorrientando el sentido del deber y sustituyéndolo por el del beneficio privado.

La carencia de sentido de honor, o saberse un portador del mismo, tiene consecuencias en varios aspectos de la vida de la sociedad. Abdicando al fortalecimiento empático por medio del cultivo de las humanidades, herederas del estudio milenario de las narraciones de los pueblos, pero también de la conciencia crítica del material que advierte y nutre a la prudencia, madre de la equidad, y clara fuerza contradictoria de la generalización estandarizada e igualitaria del racionalismo burgués, se ha destruido el imponente aparato educativo que compromete a los detentadores del poder con un pragmático sentido del deber. La carencia de referentes sólo tiene una cosa por resultado: un radical relativismo valorativo  puede mantener cínicos inescrupulosos;  aprovechados demagogos o de insignificantes burócratas afectados por el principio de eficiencia, una serie de entidades no simplemente excluidas del honor, sino de criaturas deformadas por la sola noción de confort material, arrodilladas ante la eficiencia por más y que esta pueda transformase en una instrumental forma de dominio biopolítico de consecuencias insospechadas, cuyas consecuencias apenas estamos iniciando a soportar.