Desde hace casi una década, el mundo entero vive una conmoción que lo ha recorrido y estremecido. La Primavera Árabe, los Indignados de Madrid, el YoSoy132 mexicano y el Occupy Wall Street de Nueva York son los mejores exponentes de esta revolución. Millones de ciudadanos descontentos con los poderes políticos y económicos, y organizados gracias al impresionante desarrollo de las tecnologías de conectividad, se manifestaron exigiendo mejoras en su calidad de vida, y exigiendo ser escuchados. Sin embargo, en prácticamente la totalidad de los casos, sus voces fueron ignoradas. Los gobiernos y los partidos aplicaron la política de los sordos, y soportaron la situación como pudieron. Eso provocó, en algunas situaciones, revueltas, enfrentamientos y hasta guerras civiles, y en otras, la organización ciudadana en torno a partidos políticos marginales o nuevas formaciones.

En España se dio un movimiento, el 15M, que era lo más novedoso e importante que había ocurrido en el país desde la Transición. La gestación de Podemos y su consolidación en las últimas elecciones al Parlamento Europeo, llevó una bocanada de aire fresco al escenario político. Sin embargo, desde el gobierno de Rajoy, ese aire fresco y esas voces que pedían ser escuchadas, fueron totalmente ignoradas. Quienes pedían en las calles, incluso desde la desesperación, una política menos austera con la sociedad, fueron ignorados. Quienes pedían en masa que se pararan los desahucios que realizaba el gobierno, fueron ignorados. Quienes pedían independencia, o más autonomía, también fueron ignorados.

El Presidente Rajoy se convirtió en un experto en la política de sordos. Llegó al esperpento de esta práctica al presentarse en ruedas de prensa a través de un televisor de plasma, y a no aceptar preguntas de periodistas.

Pero la oposición no se libró, ni mucho menos. El amor por sí mismos de los líderes socialistas, y del propio partido, hizo que el PSOE se convirtiera en algo que no tenía utilidad alguna para los españoles. Tras la inmerecida salida por la puerta de atrás de José Luis Rodríguez Zapatero, los socialistas no se esforzaron mucho por intentar mantener la presidencia del gobierno. Sabían que venían tiempos difíciles y que era mejor no ofrecer mucha resistencia y dejar que el Partido Popular se hiciera cargo de la ‘Crisis’. El peor resultado electoral de su historia hasta ese momento no pareció importar mucho al partido y se autocomplació mientras no escuchaba el descontento del 15M y la posterior organización del movimiento en torno a Podemos. La designación de Pedro Sánchez fue inevitable en su momento, y puede que llegue a convertirse en un gran político, e incluso en un eficiente presidente, pero aún es muy pronto para que la sociedad decida apoyarlo en masa. Los gestos hacia la izquierda más ignorada por el partido de los últimos meses chocan con los gestos repentinos que realiza el partido hacia la derecha, como el pacto con Ciudadanos en el Congreso de los Diputados. Mientras el PSOE no oiga, de verdad, a sus potenciales votantes, no levantará cabeza.

Pablo Iglesias, por su parte, sabe que el PSOE puede bajar, pero la lógica indica que no tendrá problema en subir cuando pase el debido tiempo y haya regeneración, pero Podemos no tiene la capacidad ni la organización para superar una caída como la de los socialistas, así que su única alternativa es ser más de izquierdas que el PSOE, y aglutinar todo el apoyo posible de los españoles, independientemente de su voto. El electorado de Podemos es muy volátil, puede regresar al PSOE, a Izquierda Unida (o como finalmente vaya a llamarse) o a los nacionalismos, e incluso puede volver a donde ha estado mucho tiempo, a la abstención. Es por ese motivo por el que el partido ha estado obligado a desoír a los socialistas cuando le proponen pactos de gobierno al estilo del realizado en Portugal, entre las fuerzas progresistas, y alegar conspiraciones de la casta para impedir que la soberanía popular llegue al poder. Sabe que si se convierte en un partido mochila del PSOE, será su fin, a pesar de que el pacto de las fuerzas de izquierda al que intenta hacer oídos sordos, sea lo que necesita ahora el país.

En el resto de España no se libran de esta política de sordos. La situación en Cataluña es todo un ejemplo de esta realidad, y sus actores políticos se han vuelto unos expertos en la materia. El ex President Artur Mas estuvo pidiendo durante mucho tiempo un referéndum, con toda la legitimidad del mundo, sobre la independencia, y no lo consiguió. Desde el gobierno de Rajoy aplicaron la política de oídos sordos, e ignoraron la situación año tras año. Cuando finalmente se realizaron elecciones al Parlament Catalán y se les adjudicó la interpretación de referéndum, los independentistas perdieron. Ganaron en diputados, pero perdieron en votos. Por muy poco, pero perdieron. Prácticamente la mitad de la población apoyó a las fuerzas independentistas y la otra mitad a las fuerzas nacionales. El resultado fue, tras meses de negociaciones y de importantes ridículos, un ejemplo total de la política de oídos sordos. A pesar de perder el falso referéndum, la coalición formada por los socios independentistas, decidió no escuchar esa interpretación por la que tanto habían luchado, y el nuevo President, Carles Puigdemont, ha dado el disparo de salida para continuar con el proceso de secesión, a pesar de que más de la mitad de su “nación” dijera en las urnas que no quería esa opción. 

En Grecia el gobierno de Syriza es producto de la política de sordos que se dio en el país. La clase política ignoró a la población y llevó a cabo políticas de austeridad, que ahogaron a los ciudadanos. Los gobiernos griegos sí oyeron, en cambio, a Alemania, aceptando comprar un desproporcionado ejército que no necesitaba y endeudándose hasta la asfixia más absoluta. El gobierno de Siryza, como el partido de Pablo Iglesias en España, es el resultado de personas que sí oyeron ese clamor en las calles, la indignación y hasta la desesperación, y lo materializaron en dos victorias electorales seguidas.

Caso similar, aunque con ideología y formas bien distintas, se está gestando en Francia. El socialista François Hollande está a punto de entregar el país a la derecha más rancia de Europa, simplemente por aplicar la política de los sordos. Marine Le Pen, tras dar una virtual cara nueva al partido, y renovarlo para alejarse de la extravagancia sin sentido de su padre, está escuchando a los ciudadanos. El miedo al terrorismo, el descontento hacia las políticas comunitarias, y el cada vez más habitual desprecio hacia la inmigración, son el caldo de cultivo para que surja y se alce una fuerza como el Frente Nacional, ajena a lo que el ex Primer Ministro británico Tony Blair llamaba “la política tradicional de los acuerdos, las decisiones difíciles y las mejoras graduales”.

Pero no todos los partidos políticos emergentes son lo que parecen. También en México, el ex candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador, quiere subirse a este auge. Tras dos derrotas (y una posible victoria robada según su tesis) decidió formar su propio partido, MORENA, y abandonar las filas del partido de izquierda hegemónico en México, el PRD. El partido de Pablo Iglesias, Podemos, tal vez por ignorancia, tuvo encuentros con MORENA, considerándola una fuerza política producto del descontento ciudadano. Lejos de la realidad, el partido político fue creado exclusivamente para ser el vehículo de López Obrador de cara a las elecciones presidenciales de 2018. Sin duda, este hecho, al encontrarse dividida la izquierda, provocará la más que inevitable derrota del PRD y de MORENA en las siguientes elecciones presidenciales. Y, a diferencia del caso español o portugués, en México, no podrá haber acuerdos postelectorales para intentar formar un gobierno de coalición, por lo que el PRI, el partido actual en el gobierno, tiene prácticamente asegurada su continuidad.

Venezuela también es un ejemplo de esta política de oídos sordos, llevada a cabo por parte del gobierno de Maduro. En las pasadas elecciones al Parlamento, la oposición se hizo con el control de la cámara, pasando de 65 diputados en 2010 a 167 en 2015. Esto se debió a dos motivos. El primero de ellos fue la falta de carisma del Presidente Maduro frente al que tenía Hugo Chávez. Y segundo motivo es el descontento generalizado en el país por la crisis económica y social. El populismo del gobierno perdió adictos día tras día por el simple hecho de recrearse en su propia imagen, y en la comodidad en la que se encontraba. Y el declarar el estado de emergencia de los últimos días, obviamente, no ayudará a su imagen y aceptación. Resulta altamente probable que el hecho de haber ignorado a la ciudadanía, aplicando esta política de oídos sordos, le costará a Maduro la presidencia en 2018 frente a Henrique Capriles.

En Estados Unidos tampoco se libran de esta política de oídos sordos que se ha extendido por todo el mundo. Sin duda, si hay alguien populista en el panorama mundial actual, es Donald Trump. Dice lo que quiere escuchar una gran población de los Estados Unidos. La administración de Obama, de Clinton y en menor medida las de los Bush, desoyeron a una gran población conservadora, espectadora de Fox, y radicalizada por el etnocentrismo y la incultura. Donald Trump y sus artífices han oído a esa población, y saben que puede llevarlos a la Casa Blanca. Un ejemplo de esto es que, independientemente de lo lógico que suene fuera de Estados Unidos que haya más control sobre las armas en el país, como quiere el Presidente Obama, hay una importante parte de la sociedad que no quiere que se regule, ni un renglón más, la posesión de armas. Esta medida, lógica y necesaria en toda sociedad civilizada, junto a otras que han sido llevadas a la práctica por el gobierno actual, hará que Hillary Clinton, o el candidato demócrata que finalmente resulte designado, se encuentre en serios apuros contra el populismo de Donald Trump.

La clase política mundial está tocada y herida. Nuevos aires de cambio, algunos más inquietantes y peligrosos que otros, recorren todo el globo. La incógnita es si Podemos traerá una auténtica regeneración a la política española, si Syriza logrará sacar a Grecia del agujero económico en el que se encuentra, si Capriles hará de Venezuela un país más próspero y abierto al resto del mundo, si una Cataluña independiente será el paraíso terrenal que sus artífices proclaman, si Marine Le Pen no destruye la Unión Europea, o si Donald Trump no aísla a Estados Unidos de un modo que el mundo aún no conoce. En juego sólo está la esperanza de millones de ciudadanos, de todo el mundo, que anhelan un cambio.