El régimen dispuso de 18 años para detener a Andrés Manuel López Obrador, “la amenaza populista”, pero en vez de hacerlo le puso llaves de Los Pinos en bandeja de plata. La elección presidencial la decidió esta vez el enojo social y la confianza en un solo hombre, a quien también entregó la mayoría en las cámaras de Diputados y de Senadores y el control de 19 congresos locales. La concentración del poder entraña un riesgo enorme, pero, ejercido democráticamente, ofrece al mismo tiempo grandes oportunidades. Indignada por la corrupción, la impunidad y la injusticia, la ciudadanía castigó severamente a los partidos tradicionales (PRI, PAN, PRD).

Morena también es un partido —el más joven del país—, pero prescindió del término para diferenciarse de la “mafia del poder”, y lo sustituyó por un eslogan o una idea. La estrategia, aplicada en otros países, responde al repudio contra el statu quo, la partitocracia y la clase gobernante, de todas las tendencias, por representar los intereses de minorías privilegiadas y no los del grueso de la sociedad, en proceso constante de exclusión y empobrecimiento. En Francia, el centrista ¡En Marcha! (Asociación para la Renovación de la Política) ganó la presidencia con su líder Emmanuel Macron —como Morena en México con AMLO— en su primer año.

En España, mientras el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Popular (PP) naufragan por la corrupción, la propuesta del izquierdista Podemos —fundado en 1994, el mismo año que Morena— de “convertir la indignación en cambio político” atrajo a amplios sectores y pronto podría despachar en el Palacio de la Moncloa. En Grecia, Syriza (Coalición de Izquierda Radical), otro partido de reciente data (2012), ganó las últimas elecciones parlamentarias y su líder Alexis Tsipras es primer ministro.

Acostumbrados a crear realidades virtuales con cargo al presupuesto (el gasto sexenal en imagen rondará los 60 mil millones de pesos), el presidente Peña, el PRI y José Antonio Meade, los damnificados del 1 de julio, ignoraron las alarmas de tsunami. Peña jamás tuvo talla de estadista y su visión del mundo se ha circunscrito al Estado de México, a diferencia de Isidro Fabela, fundador del Grupo Atlacomulco, de reconocida cultura y experiencia en el servicio exterior.

El panista Ricardo Anaya, excandidato de Por México al Frente, comprendió mejor la actualidad política y propuso un gobierno de coalición con el PRD y Movimiento Ciudadano. Los puristas calificaron la alianza de contranatural, como si la de Morena con el Partido Encuentro Social fuera ejemplo de congruencia. Anaya empezó a tener más impacto cuando asumió su papel de opositor, mientras AMLO marchaba en sentido contrario, pero ya era tarde.

¿Puede a México irle peor con AMLO que con Peña? Sí, pero también existe la posibilidad de mejorar. Legiones de mexicanos depositaron su confianza en las urnas por un cambio basado en la libertad, la democracia y la justicia, no para entronizar a una secta. Atender el clamor nacional para combatir la corrupción y la impunidad puede ser un buen principio, pero no basta. El redentorismo de AMLO lo refleja el nombre de su movimiento: regenerar es “dar nuevo ser a algo que se degeneró, restablecerlo o mejorarlo (y) hacer que alguien abandone una conducta o unos hábitos reprobables para llevar una vida moral y físicamente ordenada”. México necesita un estadista, no un predicador.