Las “sociedades libres” son así denominadas por la activa participación de su sociedad en los más diversos asuntos de la vida pública. Esos asuntos pueden implicar desde cosas tan domésticas como la exigencia de mantenimiento de las áreas comunes a su vivienda, hasta la voluntaria y activa movilización en momentos fundamentales de la vida pública de toda su sociedad como lo es la elección de sus autoridades. La sociedad libre se encuentra entonces conformada por entidades capaces de movilizarse en los más diversos ámbitos que competen la vida de una sociedad. No hay cuestión pequeña, todo lo contrario, esas cosas pequeñas que repercuten en la convivencia civil, implican una serie de bloques que componen, en suma, la gigantesca edificación de la vida pública. Preocuparse por el daño en el pavimento, por ejemplo, es tomar en consideración a todos los ciudadanos que transitan por tal vía, vigilar su estado, es parte de la manutención constante que implica la vida en sociedad, porque ésta requiere de una constante vigilancia por parte de todos sus ciudadanos o “entes libres”.

Para Hannah Arendt, en La Condición Humana, el “espacio público” es el lugar de la “libertad”, esto es donde el ser humano alcanza su humanidad plena, transitando de un originario estado animal, para concretarse en ciudadano. De los otros seres humanos se aprende –información valiosa, o chatarra, hay de todo: el criterio es un compuesto multiforme y de calidad diversa-, sin ellos el despliegue de conocimiento se estanca, y mantiene al ente bajo el imperio del proceso natural que subyace inalterable, en un círculo perfecto de repetición fáctica que se inicia con la vida física y se destruye con  la muerte: igual que cualquier criatura que está sometida a las regularidades espacio-temporales en las que su voluntad no es trascendente, y no interesa. El espacio público, la vida política rompe con el ciclo biológico y abre las complejas puertas de la trascendencia o civilidad. En ese espacio se aprende a deliberar, en buena medida gracias a un proceso imitativo que se obtiene gracias al ingreso en el cosmos del espacio donde la información fluye, donde la exigencia y la movilización, son a su vez nutridas con las discusiones que iluminan la mente idiotizada y holgazana de una criatura que saldrá de la comodidad de la no participación, para ingresar en el enfrentamiento constante que implica el conflicto entre las bastedad de voluntades, colisionándose permanentemente para obtener “algo” de los bienes comunes, que sin duda se embaten en la conflictividad de las voluntades que pueden tener una noción “diferente” que la propia. El espacio público es el lugar de la “pluralidad”, sobre la “individualidad”, no entender esta característica y pretender destruir lo diverso, nos acerca a los círculos violentos del totalitarismo: que todos piensen igual, pero para que todos piensen igual hay que controlar las mentalidades y suprimir el trasiego informativo y crítico que tiene por génesis la conciencia.

“Hannah Arendt abandera  de este modo una noción de libertad que poco tiene que ver con el sentido usual del término en nuestros días. Más que librarse de los fastidios exteriores, ser libre es comprometerse con el mundo. La suya es una visión republicana, densamente política de la libertad. En su cuarto, aislado, el hombre no puede ser libre. Lo es, si cruza la puerta para entrar a la ciudad y actúa en ella. Arendt reivindicaba la libertad de los antiguos, la libertad en la ciudad, con otros. El totalitarismo es la negación más radical de la libertad porque no solamente prohíbe la acción, sino que niega al hombre. Niega a la víctima pero también al verdugo: uno y otro, tuercas de la imponente maquinaria del poder. No hay individuos, existe la especie; no existe el hombre, sólo la Humanidad” (Jesús Silva-Herzog Márquez, “Arendt y la raíz del mal”,  Nexos, 1 de febrero de 2012, México). Es verdad que ser libre y participar en el espacio público, conforman un binomio con características ontológicas no sólo para justificar la existencia de una sociedad libre, sino para reconocer la propia existencia de un ser humano, que para ser tal, es y será siempre una criatura libre.

La libertad es como le mito de Apolo y Dafne que las Metamorfósis del gran poeta latino Ovidio nos transmite, y es que uno de los dardos del cruel Amor, impactan al poderoso Apolo provocándole un deseo incontrolable por Dafne, una hermosa chica consagrada al culto virginal de Diana –símbolo de la inmaculada naturaleza agreste, perfecta y alejada del voluntarismo humano-. En su persecución erótica, la virgen llama a su deidad protectora que aterrada, decide transformar a la hermosa Dafne en un espléndido olivo antes de que sea mancillada por la pasión furiosa del dios, mismo que habría de consagrar las ramas de aquel amado árbol, a la celebración de la victoria. La libertad es una persecución constante, a veces dramática, que no siempre está dirigida por el capricho de una divinidad que encarna la belleza idealizada masculina, y que es patrón de las musas. Normalmente lo que se quiere por parte de la ambición de algunos humanos, es el acorralamiento de tal persecución épica, para apresarla y encerrarla, por lo menos, en el calabozo de la ignorancia, nutrida a través de la ocupación de los espacios de opinión pública, que es donde nace la conciencia y el amor hacia la libertad con toda la responsabilidad que implica su mantenimiento. La tiranía sueña con destruir de alguna forma el espacio público, y eso no se limita ya a la ocupación del ágora, como Aristóteles -fuerte influencia de Arendt, menciona en La Política-, sino hoy día se hace, entre otras cosas, denigrando, calumniando u ocupando directamente a los medios de comunicación, a los que si bien siempre se tiene que tener la oportunidad civil de contestarle para evitar una tergiversación informativa, lo cierto es que debe hacerse siempre con todo el respeto que de ninguna manera el amedrentamiento o el insulto en cualquiera de sus formas, tienen legitimidad para exigirlo.

Si bien es cierta la afirmación de la clara referencia republicana clásica en Arendt, donde la persona cobra valor solamente a partir de su integración plena en la comunidad, la apelación a resaltar la importancia del espacio público y las amenazas contra él cernidas, es uno de los grandes méritos de una pensadora que veía cómo el avance de los sistemas autoritarios destruían la libertad, suplantándola con la masiva y burda estructura ideológica transmitida a través de la propaganda (una perversión subliminal de los medios de información, apelando siempre al gusto –o los rencores-  del vulgo).  Los sistemas autoritarios borran la pluralidad del espacio público, lo embarran de suciedad ideológica, no buscando ciudadanos, sino peones manipulables fieles a la unidimensionalidad de “la verdad”, esto es, a lo que dice la tiranía, como estudia la filósofa en Los Orígenes del Totalitarismo.

Robert Dahl en su obra La Poliarquía denomina a los regímenes poco propensos al “debate público” (condición necesaria para la generación de conciencia política), como “hegemonías”. Las hegemonías pueden ser “abiertas” o “cerradas” según permitan o no el debate público, aunque no permitan el cambio de gobierno (de allí que sean hegemonías). Cuando la hegemonía permite el intercambio de ideas, termina generando un entorno plural -porque la opinión misma es plural-, y las consecuencias se materializan a través de una diversidad de opciones políticas en clara competencia para hacerse del poder. La persecución hacia la libertad se motiva permitiendo el debate público, y es este activismo diverso lo que da sentido a lo que Dahl denomina “poliarquías”, o élites enfrentadas y sustentadas por multitud de ciudadanos creyentes en el juego democrático; es decir, que la  propuesta del pensador estadounidense reconoce en la democracia una de las más efectivas maneras para mantener la existencia del espacio público, en el claro marco de la lucha de partidos permanente, contrastando con la postura republicana de una Arendt que llama a la integración ciudadana como un cuerpo, por encima del individualismo fragmentario que es fácil presa de tiranuelos, y parte del aislamiento de una bestia, y no de un “ser humano”.

Dahl estudia las condiciones para la manutención de la libertad según los principios de su poliarquía: libertades de corte liberal clásico; participación y competencia políticas combinadas; integración de grupos civiles en la lucha política; amplitud de oportunidades de expresión y organización ciudadana, que tiene por consecuencia un debilitamiento del control absoluto del estado: “cuanta más baja sean las barreras para el debate público y mayor el número de personas incluidas en el sistema político, mayores son también las dificultades con que tropieza el gobierno de un país para adoptar y hacer cumplir métodos que exijan la aplicación de sanciones rigurosas a porcentajes relativamente importantes de la población, y menores son las posibilidades de que lo intente siquiera” (R. Dahl, Poliarquía, pp. 34-35). Mayor participación social se traduce en menor capacidad del gobierno para ejercer control, pero a su vez esa sociedad concientizada se ha formado en el debate público, y encuentra o conforma organizaciones desde las cuales llevar sus principios a la lucha pública en una competencia permanente.

La amenaza hacia la poliarquía refiere también lo que Arendt denuncia: a través de la ocupación del espacio público en cualquiera de sus modalidades, implantando un predominio absoluto de una idea de verdad que poco a poco mata la pluralidad, y hace de la libertad, el prostíbulo del tiranuelo que se asume como portavoz único de la “voluntad del pueblo”; alguien casi ungido por poderes místicos que a su vez le ofrecen un enaltecimiento moral, que le permite condenar a los opositores con el dedo flamígero de la superioridad y denostar cualquier planteamiento que le contradiga, o llenar de calumnias a los medios de comunicación para restarles veracidad y así hacerse pasar por el “elegido”. El “elegido” es el azote de la libertad, el monstruo que destruye la pluralidad que da sentido a la república o a la poliarquía porque es él, sólo él encarna la figura que puede aprobar o condenar asociaciones, candidatos, medios de información y hasta conductas (…) que siempre que le sean fieles, gozarán de su sacrosanta bendición. En una condición tan miserable de autoritarismo, se erige el drama del fin de la libertad ciudadana y el retorno a la condición de bestias enjauladas en el zoológico del magnánimo líder. Como diría Maquiavelo –ferviente republicano-, en un régimen donde sólo uno es libre: el tirano.