La encuesta de Reforma que evalúa la imagen del presidente Peña Nieto dice más de los encuestados que del personaje evaluado. Una conclusión superficial destacaría los números muy bajos del presidente de la República y de allí dar vuelo al agravio y a toda la mala entraña que inspira quien gobierna. Así, el analista se erige en juez y a partir de la soberbia intelectual y complejo de superioridad moral se invocan los escándalos o temas de impacto como La Casa Blanca, HIGA, la negociación con la CNTE, las vacaciones del Presidente, el departamento de su esposa en Miami y así sucesivamente.

La realidad es que la sociedad de ahora, afortunadamente, está más informada (no necesariamente mejor), a través del ciberespacio interactúa con mayor libertad (no necesariamente con más responsabilidad) y así las personas acumulan una mayor capacidad para la indignación y la participación virtuales. Las encuestas están evaluando no solo a las autoridades, sino también a la sociedad actual, que por los cambios en la información y participación es claramente distinta respecto al pasado.

La baja evaluación del Presidente es engañosa en el sentido de que hace sentir que solo a él atañe. Ya antes, El Universal presentó encuesta en la que el Jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera mantenía números muy bajos de aprobación. En general hay un deterioro en la percepción pública sobre autoridades, partidos, gobiernos, órganos legislativos y hasta empresas, iglesias y medios de comunicación. Nadie escapa al deterioro de la opinión, precisamente porque es la sociedad la que está cambiando y todas las instituciones públicas, privadas y sociales lo están padeciendo. El descrédito es generalizado.

El problema es que la baja más acentuada sobre la opinión se presenta en las autoridades electas, en los legisladores y en los partidos políticos. No hay partido que se salve de ello y hay que reconocer que no solo es un problema de imagen, es la realidad porque los partidos han traicionado su mandato como representantes de una parte o corriente de la sociedad. Los partidos están en la disputa del poder, no en hacer valer un programa o proyecto de país. La partidocracia ha sido uno de los factores que más ha dañado el desarrollo político del país. No es la causa única de la baja en la calidad del gobierno y de la política, pero sí es una de las causas fundamentales.

Una de las experiencias más aleccionadoras ocurrió en Nuevo León en la elección de gobernador de 2015. Un candidato independiente que hizo de su oferta gobernar sin partido y castigar a los corruptos ganó de manera arrolladora en un estado en el que el bipartidismo había sido la regla. El PRI y el PAN vieron su más baja votación histórica a pesar de que la campaña en términos de prerrogativas oficiales fue claramente adversa al independiente: sin dinero público y sin publicidad en radio y Tv pudo arrollar a los dos partidos. El voto duro de los partidos no les dio ni para disputar cercanamente a quien ganó.

Los bajos números del Presidente Peña Nieto que muestra la encuesta de Reforma y los bajos números que seguramente cualquier encuesta revelaría sobre los legisladores o los partidos son indicativos de la manera como la nueva sociedad repudia y rechaza a la partidocracia.

Los ciudadanos, con razón, advierten que la democracia fue pervertida por la partidocracia, ya que creó una fuerte complicidad entre las cúpulas partidarias, igualmente autoritarias, complacientes con la corrupción de sus propios gobiernos y acomodaticias en el reparto de las cuotas de poder. La partidocracia se ha vuelto el problema común. La partidocracia democratizó la corrupción, antes asociada solo al PRI, ahora a cualquier partido en el gobierno o con poder legislativo.

La partidocracia impide que la división de poderes funcione. Los acuerdos entre el gobierno y los partidos no son públicos ni se dan por virtud, sino en el intercambio de beneficios y privilegios. Por ello las reformas no han prendido, porque no obedecen a un debate ni a la inclusión, sino a un acuerdo cupular independientemente de las virtudes y defectos de su contenido, la forma con la que se llegó a las reformas las afecta de legitimidad y credibilidad.

La partidocracia también daña a una oposición vigorosa, creíble y que canalice la inconformidad. La oposición es vista como parte de lo mismo. Morena es el partido con menor rechazo precisamente porque no ha estado en el gobierno. Incluso se dice que el diseño de López Obrador para las elecciones de gobernador de 2016, era que Morena ganara votos pero no gubernaturas, consciente del desgaste y del riesgo que significa estar en el poder y la responsabilidad en el gobierno.

La partidocracia ha abierto la puerta grande a los candidatos independientes para la elección presidencial de 2018. Jorge Castañeda, Jaime Rodríguez “El Bronco” y Pedro Ferriz están apuntados y con mucho esfuerzo van ganando adeptos. La base de apoyo que ofrece la condición de candidato independiente seduce incluso a candidatos con respaldo partidista. Margarita Zavala así lo buscó, aunque ahora ha cambiado de opinión y busca la candidatura del PAN. Miguel Ángel Mancera también ha cabildeado la posibilidad de una candidatura presidencial independiente, aunque tiene en la bolsa la postulación del PRD.

De haber acuerdo y postularse un solo candidato independiente las posibilidades son mayores a las que muestran las encuestas de intención de voto porque para muchos mexicanos, como sucedió en Nuevo León en 2015, una oferta sobre la base de acabar con la partidocracia, gobernar para los ciudadanos y abatir la impunidad que ha llevado por igual a la corrupción que a la violencia, reviste el mayor interés de los electores.

La encuesta de Reforma no es la debacle en la opinión pública de un Presidente o de un gobierno, sino del conjunto del sistema político. Es un llamado severo al cambio. Queda claro que los partidos ni el gobierno están resueltos a un giro a la altura de la necesidad y de la exigencia ciudadana. Por esta consideración los independientes se vuelven la mayor opción para la elección presidencial de 2018.