Lo verdaderamente relevante de las movilizaciones políticas no es la emocionalidad vivida por los manifestantes en el espacio público, ni los momentos de éxtasis compartidos por las multitudes. La efervescencia es más bien un vehículo que permite condensar en un corto periodo de espacio-tiempo toda una serie de valores, ideologías, deseos y consignas que se identifican entre sí gracias a la coyuntura que hace surgir a las movilizaciones.
Lo verdaderamente relevante de estos momentos extáticos es, en realidad, el resultado de su disolución; lo que queda en el aire una vez que se disuelven las concentraciones masivas o las acciones políticas directas. Eso que queda es el remanente de la disputa entre todos los elementos confluyentes en la coyuntura, pero no es un exceso neutral, es el resultado de la disputa entre los significados de las acciones materiales.
Para explicarme, la noche y madrugada entre el primero y segundo de junio, el mundo fue testigo de un verdadero acontecimiento simbólico cuyo significado, no obstante lo poderoso de las imágenes, aún está en disputa. Me refiero a las potentes manifestaciones desencadenadas después del asesinato racista de George Floyd a manos de la policía estadounidense, a las imágenes de la policía enfrentada a jóvenes y mujeres valientes que desafiaron el toque de queda de la administración de Trump y a la imagen de la Casa Blanca con las luces apagadas que dio la vuelta al mundo.
Todos estos acontecimientos ponen en jaque a la administración Trump y al estado de cosas de los Estados Unidos -y por ende, en distintos grados, del mundo entero- pero lo verdaderamente importante es lo que prevalezca después de las manifestaciones, que aún siguen siendo noticia. La contraofensiva de Trump ya nos da una idea de por qué los hechos adquieren significado una vez que quedan en el pasado: el paseo a pie del presidente estadounidense por los jardines y las calles que unas horas antes habían presenciado encontronazos violentos de manifestantes y cuerpos policiales, el discurso biblia en mano de Trump, y el respaldo que buena parte de la clase política manifestó a las palabras del mandatario hacen pensar que la derrota simbólica no era tal, o al menos, no es definitiva.
Al interior del bando anti-Trump también hay disputas simbólicas: quienes quieren usar el momentum como ventaja electoral partidista, los que se encuentran indignados tanto por la violencia policial como por la violencia de protesta, los que ejecutan esta última pensándola como legítima y los que la usan para apropiarse de las imágenes urbanas resultantes, posando para sus redes sociales sin haberse comprometido o arriesgado en las protestas: todos buscan dotar a de significados diferentes las acciones de protesta.
Se trata de responder a las preguntas: ¿Están siendo anti-Trump las protestas, anti-establishment; anti-violencia policial o anti-sistema político estadounidense? ¿Llegarán otros contenidos a emparejarse con la lucha antirracista en su enfrentamiento al gobierno estadounidense o será una lucha de identidades raciales? Todas las respuestas están en el aire, y dependerá de los próximos días cómo podamos responderlas.
El peligro que corren los protestantes es que sus esfuerzos sean absorbidos en retrospectiva por la inminente lucha electoral entre Biden y Trump; el peso simbólico de las manifestaciones se vería diluido entonces en el eje Trump / anti-Trump, y eso favorece al presidente, hábil al momento de polarizar, y de desestimar a sus adversarios con gestos como la caminata de ayer. Otro sería el escenario si Bernie Sanders hubiera persistido en su búsqueda de la candidatura demócrata, o en su caso, si hubiera roto con la dirigencia del Partido Demócrata: tendríamos ahí a un líder capaz de condensar una parte importante de los sentimientos políticos de estos últimos días y de traducirlo en demandas concretas, o una plataforma política más amplia que las propias protestas, con la cual competir por el poder político.
Ante la falta de liderazgos políticos de izquierda, los estadounidenses podrían poner atención a las muestras internacionales de apoyo a los movimientos de protesta contra la violencia racista: de la misma manera que en eventos como el de la masacre de Ayotzinapa en México, diferentes ciudades salieron a las calles a demostrar apoyo al enojo de los estadounidenses: tal vez podamos tomar este hecho como una señal de los tiempos. El COVID-19 ha acelerado los procesos de interconectividad global, y quizá también -no solamente desde lo médico, sino también desde la subjetividad psicológica de la sociedad mundial- ha acelerado la caída hegemónica de los Estados Unidos, tan débiles, que encuentran más representación política en los pueblos del mundo que en su propio sistema de partidos.
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