Como en la Roma de los Césares, donde a la muerte del dictador Julio César y el declive de la República se instauró un triunvirato en el poder (Octavio, Antonio y Lépido), en el México de la transición democrática, con la declinación del PRI como partido de Estado, tres partidos políticos se repartieron el pastel de las instituciones políticas nacionales: PRI, PAN y PRD.
Se trata de una etapa crucial de la moderna vida política nacional que va de 1994 al 2018 y que tuvo su cúspide en el Pacto, cuyo objeto era la transformación estructural del país. Si bien se puede afirmar que este lapso trajo como resultado una República con nuevas instituciones y una Constitución modificada tanto en su fondo como en su forma, también es evidente el divorcio entre la sociedad civil y la sociedad política resultado de ese período.
La respuesta de esta separación la encontramos en la convicción de la clase política nacional, inmersa en estos tres partidos, de que la transformación pasaba no por una reingeniería constitucional que le otorgara a los ciudadanos el poder decisorio sobre la política, sino en una gobernanza administrativa que empoderara a las burocracias partidistas mediante la distribución tripartita de todas las instancias de gobierno.
Buenas ideas se transformaron en engendros constitucionales y legales cuyo efecto es la conformación de instituciones vulnerables que nada tienen que ver con los ciudadanos de a pie. Pensadas en el reparto de la República, la construcción de las nuevas instituciones de gobierno dio por resultado una nueva Constitución enferma de obesidad normativa; un código constitucional bajo el amparo de su poder reformador, artículo 135, que ajustó la desconfianza de los políticos del triunvirato al candado de la mayoría calificada que impone la Constitución a sus reformas.
En el nuevo diseño, hoy vigente, los poderes están sometidos al usufructúo partidario y por ende a la repartición proporcional y equitativa de los tres partidos dominantes (PRI, PAN y PRD). Desde los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, pasando por los recién creados órganos autónomos, los gobiernos de los estados y los ayuntamientos, hasta la entrega de premios (la medalla Belisario Domínguez) todo estaba sujeto al acuerdo tripartito de distribución de poder.
Las burocracias partidarias fincaron su poder en el control de las instituciones y en el clientelismo político, cuya máxima se expresa en la política social de la República, cuyo objeto nunca fue la equidad económica de los mexicanos (el combate a las causas de la pobreza y la marginación) sino el control político de las necesidades de la población más pobre, el sometimiento de la demanda social. Paradójicamente, quienes alaban este diseño, señalándolo como una forma de fortalecer el sentido liberal de la República, ignoran la pérdida de autonomía económica, social y política que requiere el pleno ejercicio de la libertad y que durante este período gran parte de la población perdió y que aún hoy en día no recupera.
El resultado de partidos cerrados a la ciudadanía y con una dominancia burocrática dueña del pastel, sin duda fue el triunfo de Andrés Manuel López Obrador y Morena en las elecciones de 2018. Hoy nos encontramos frente a un nuevo proyecto que se denomina Cuarta Transformación, pero que no atiende al significado semántico del verbo transformar: cambiar, dejar lo viejo para pasar a lo nuevo. La República demanda ser una Nueva República con instituciones sólidas que sean la expresión real del poder de los ciudadanos y no de las burocracias de los viejos partidos del triunvirato. El cambio pasa desde la conformación de reales partidos políticos de ciudadanos, entidades de orden público sujetas al escrutinio cívico, hasta la conformación de nuevas instituciones que emerjan de una real Constitución Política, un sistema de normas generales fundantes, y un sistema legal con permanencia política que permita el correcto gobernar.
El dilema para la ciudadanía, que ya dio el primer paso en 2018, es encontrar una vía racional e innovadora de las instituciones políticas nacionales en un sistema constitucional realmente representativo de la célula de la democracia, que es el ciudadano. Así, es vital partir de acciones transformadoras que modifiquen no sólo el régimen de partidos políticos sino la esencia de estos mismos, dejar atrás la idea del partido político como ente autónomo de la sociedad civil para transitar a un sistema de partidos políticos fuertes, representativos y sometidos al escrutinio cívico tanto en su organización, financiamiento y designación de candidatos. Los partidos no son propiedad de sus burocracias ni tampoco de sus militantes, son patrimonio social y por tanto entes dependientes de la sociedad civil que es la que debe decidir sobre su vida y porvenir.