Uno de los peores desatinos de la administración del presidente Peña Nieto fue invitar a Donald Trump a México (2016), cuando Hillary Clinton se perfilaba para ganar la presidencia de Estados Unidos. ¿Intuición? ¿Olfato político? No, miedo a que un magnate zafio y sin escrúpulos se convirtiera en huésped de la Casa Blanca. Quizá Peña y su alter ego Luis Videgaray, profanos también en política internacional, supusieron que apostar contra la favorita les brindaría protección y mayores rendimientos, pues resultaría fácil contentar a la candidata demócrata, en caso de ganar las elecciones.
Embustero empedernido, racista rabioso y misógino impenitente, a Trump nada lo detiene para proferir amenazas y diatribas. En varias ocasiones acusó de corrupta a la esposa del expresidente Bill Clinton, quien lanzó a México un salvavidas en la crisis económica de 1994.
El magnate instalado en el Despacho Oval no le ha encajado a su colega mexicano el mismo epíteto todavía, pero podría hacerlo en cualquier momento. Trump ha respetado a Peña Nieto hasta cierto punto, pero no a México. Y el gobierno no ha tenido los arrestos para afrontar al energúmeno.
La separación de niños emigrantes de sus padres es un acto cruel e inhumano, viola tratados internacionales y recuerda etapas aciagas de la historia que, en teoría, jamás deberían repetirse. El Estados Unidos de los Bush amigo de México, así haya sido de dientes afuera, la potencia dirigida con sensibilidad y cordura por Obama, mas no por ello transigente en la defensa de sus fronteras e intereses, cayó de pronto en las manos de un líder vociferante, basilisco capaz de matar con la mirada, sembrador de odios y enemigo de las libertades, la democracia y la buena vecindad.
La invitación a Trump constituyó una de las mayores afrentas infligidas a los mexicanos por gobierno alguno, justo en vísperas de las fiestas patrias. Lo que desde hace mucho tiempo se celebra en realidad, con patriotismo hipócrita, es nuestra dependencia de los Estados Unidos. La rendición pasará a los anales como una ignominia. ¿Extraña la raquítica popularidad del presidente, la debilidad para negociar el Tratado de Libre Comercio y la tibieza para plantar cara en otros temas con el tráfico de armas a nuestro país y de drogas al norte del Bravo?
La cortesía se ha pagado desde entonces con desprecio, agresiones y cualquier tipo de insolencias. Las reacciones de la administración peñista, cuando han existido, han sido tímidas, extemporáneas e indolentes. Los altos funcionarios federales que viajan a Washington para rendir cuentas y endulzarle el oído a la fiera, son tratados con desdén, como a muñidores de tercera. Si el gobierno no se respeta, menos lo harán los rudos de la Casa Blanca y del Capitolio, quienes les han tomado la medida. Mientras tanto, en la frontera sur de nuestro país, los emigrantes centroamericanos son objeto de abusos mayores.
Una de las prioridades del próximo gobierno deberá ser la reconstrucción de la relación con Estados Unidos, en un marco de colaboración y respeto muto. México tiene aliados en aquel país, que sienten afecto por el nuestro y han afrontado a su presidente y a sus funcionarios con dignidad y energía, como ninguna de las autoridades nacionales lo han hecho. Empresarios defienden el TLC, corporaciones desafían con nuevas inversiones al mitómano, dueños de restaurantes les niegan servicio y artistas como Robert De Niro le dicen en público lo que millones piensan de él.