La mejor calabaza en tacha de cocina en Cotija, Michoacán. En ese pueblo indígena abundaban campesinos blancos, altos y barbados, descendientes directos de los conquistadores.

Los caciques blancos de Cotija heredaron no sólo los rasgos europeos, sino el ADN monárquico: apoyaron la Intervención Francesa, se asumieron vasallos de Maximiliano y en señal de represalia republicana, Benito Juárez le quitó a Cotija por mucho tiempo su estatus de cabecera municipal, que era como quitarle a un hijo la patria potestad.

Muchos pobladores barbados de Cotija siguieron la ideología reaccionaria hasta en los fogones: confiscaron las recetas de la calabaza en tacha y se volvieron los únicos surtidores de ese dulce en la región, sobre todo en el Día de Muertos. Alfonso Reyes narra cómo dos militares franceses, caídos en desgracia, comenzaron el negocio en el siglo XIX, gritando en francés en las calles pedregosas de Cotija: La calebasse en tâche.

En los años 90 una familia pudiente de San Pedro me invitó a una cena de caridad en honor a los Legionarios de Cristo. Comimos en compañía de un sacerdote casi beatificado en vida llamado Marcial Maciel. Con el pretexto de buscarle la aureola, las damas de San Pedro le escrutaban su rostro de galán de cine clásico. Era blanco, alto y no barbado quizá para no desmerecer frente al rostro lampiño de su rival opusdeísta: Monseñor Escrivá de Balaguer.

Todo marchaba bien en esa cena pía (porque el menú fue pollo) hasta que tocó el tiempo de los postres. La anfitriona se levantó de la mesa principal y le preguntó casi marcialmente a don Marcial qué postre le gustaría probar. “La calebasse en tâche” dijo el desvergonzado. Entendí en el acto que el viejo era de Cotija, Michoacán, de ahí que fuera blanco, alto y amante lujurioso de la calabaza en tacha. Nada bueno se podía esperar de esa combinación hipócrita.

Lo que se supo después de la vida sexual de don Marcial exhibió la podredumbre de una sociedad enajenada, la complicidad letal de quienes solaparon al oscuro delincuente y el peligroso candor de la anfitriona de aquella cena ridícula, que solía contar a sus amigas: “da igual cómo se porten los católicos en vida, porque al cielo, lo que se dice al cielo, siempre vamos los mismos”. Prueba irrefutable de que la mejor calabaza en tacha no estaba en los fogones de Cotija, Michoacán, sino metida en la cabeza de las piadosas damas de San Pedro, a falta de cerebro.

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