Tradicionalmente, la modernidad occidental despreció profundamente la incursión de los sentimientos en cualquier asunto que tuviera pretensiones objetivas o “puras”. Los sentimientos, ese conjunto de inclinaciones humanas difíciles de cuantificar, pues sus manifestaciones pueden variar de “humanidad en humanidad”, por lo que no se pueden estandarizar. Los sentimientos tienen que ver nociones de mundo tan diversas, complejas y subjetivas, que toda la heredad racionalista –y ya el pensamiento filosófico grecolatino de diversas maneras- había manifestado su profunda desconfianza. En terrenos políticos, los sentimientos involucrados en la toma de decisiones, no tuvo mejor consideración, todo lo contrario, la formación de la clase gobernante, tendió a crear un entramado de acicates capaces de poner cadenas a ese fluido que al igual que el océano, podía resultar tempestuoso, con toda la violencia de una tormenta que destruyera los acervos que conceden estabilidad a una criatura violenta. El sistema legal conformó parte del entramado objetivo que pusiera freno a la presencia pasional en el funcionamiento del orden social.

Garantizar la paz, la prosperidad y la ilustración de las conciencias, tuvo en todo el proyecto moderno su gran ambición. De Hugo Groccio (De iure belli ac Pacis) a Cesare Beccaria (De los delitos y las penas), obtener un corpus reglamentado fundado en criterios objetivos, en su mayor medida tomando como ejemplo los métodos de la geometría y la física (Galileo y Newton), con pasos lo suficientemente estables que evitaran resbalarse en las orillas oceánicas de los sentimientos, y el sentido del derecho trascendiera  fundamentos  (y delirios) teológicos, y se sujetara a un principio de justicia eterno “al que el mismo Dios, justicia suprema, de existir, estaría sometido”, como pretende Groccio, o bien, los delitos dejaran de ser castigados a la luz meras venganzas, y que los castigos fueran proporcionales a lo cometido, como una especie de geometría del delito que trata de encontrar medidas adecuadas que compensen el mal realizado, sin evocar necesariamente a los sentimientos de las víctimas y de los victimarios, como pretende Beccaria, y para ello fundamentarse en reglamentaciones especializadas y administradores calculadores que impidan el brote sentimental, y los castigos violentísimos impuestos de maneras crueles para saciar el muy sentimental deseo de venganza, que ya había causado suficientes males en el Occidente de los siglos XVI y XVII, con las guerras de religión. El cisma religioso fracturaría a una cristiandad que ahora se enfrentarían a la realidad de la pluralidad de credo, con diversas sectas que difieren en interpretaciones teologales que no podían dar cimiento a un sistema legal otrora basado en el orden cristiano de tradición naturalista y romanista, sino en otro que apartara los criterios religiosos de principios objetivamente gubernamentales, como la idea de “soberanía”, que Jean Bodin (Los seis libros de la república) teorizaría con la clara intención de evitar que los sentimientos religiosos se involucraran nuevamente, e incluso, el papel de la representación del estado, se distinguiera de la acción de gobierno, pues requiriendo de una suprema figura de unidad, no se viera lastimada por la toma de decisiones inmediatas de un gobierno que hiciera frente a cuanto hecho fortuito se presentara, asumiendo la responsabilidad de sus decisiones, sin por ello llevarse por el cuello al estado completo.

Podemos seguir tratando las grandes teorías surgidas para enfrentar de una o de otra manera a las contingencias que los sentimientos humanos provocan, y que gestarían todas ellas al sistema constitucional que los siglos XIX y XX edificarían, dando fortaleza a los principios liberales comúnmente aceptados en casi todos los sistemas occidentales: teoría de la división de poderes; teoría de la dignidad originaria de todos los seres humanos que fundamentaría las nociones de los derechos humanos, etc., el objetivo de alejar la inseguridad sentimental fue conduciendo a los sistemas jurídicos en procedimientos tremendamente formalizados, que en nada se parecían a la vieja jurisprudencia latina, provocando incluso un horrendo cisma entre la filosofía y el derecho (con sus vertientes como la ética), que la conducirían al páramo de la técnica con su inevitable noción de eficacia, pulcramente administrada por burócratas especializados en las universidades, cada vez más y más separados de la tradición clásica que exigía en el estudioso de las leyes, una capacidad jurisprudencial fortalecida por las lecturas de los clásicos, que en sus consideraciones no olvidaran cultivar permanentemente un criterio lo suficientemente amplio, que observara, en su búsqueda de promover la “equidad” (principio de justicia que asume la proporcionalidad del tratamiento, tomando en cuenta diferencias, que eviten hacer del derecho una disciplina rígida)  considerar aspectos básicos de la humanidad, entre ellos, los sentimientos.

El humanismo va a darse prontamente cuenta de las contradicciones a las que el sistema jurídico moderno se perfilaba, en sus ansias de pureza procedimental y destierro sensitivo, se corre el riesgo hacer de una disciplina que no puede olvidar su prudencia a la hora de juzgar a un ser humano, y reglamentar el entorno de un ente difícilmente sometido a las grandes teorías de inspiración geométrica o física, como si todos ellos fueran fenómenos naturales fácilmente cuantificables, carentes de esos sentimientos que conforman la otra cara del ser humano, y que si bien hay que contenerlos gracias al poder de la educación, también hay que incorporarlos como un principio clave de la propia subsistencia del derecho y de los sistemas constitucionales vigentes.

La escuela escocesa con filósofos como David Hume (Tratado de la naturaleza humana) y Adam Smith (Teoría de los sentimientos morales), teorizan sobre los sentimientos, concediéndoles un papel clave en los principios de la conducta, que pueden generar un orden virtuoso a partir de lo que comúnmente se menosprecia: los sentimientos pueden a su vez inhibir posibles transgresiones del orden vigente, por ejemplo, Smith asume que la “vergüenza” (un sentimiento), producida en la consciencia que asume la existencia hipotética de un “observador imparcial”, puede frenar la acción, porque normalmente la mayoría de los seres humanos se inhiben cuando la mirada ajena pende sobre ellos, generando una presión social que pocos soportan. Pues un sistema legal no puede solamente fundamentarse en su entramado formal aplicado únicamente por especialistas, que lo observan fría y calculadoramente como una técnica, pues, a final de cuentas, el principal objetivo del sistema legal es crear un ordenamiento social y la consciencia civil de su existencia, pues de poco sirve un sistema legal conocido y aplicado por técnicos:  Ariadnas predeterminadas por la posesión de la madeja aurea, sin que los ciudadanos se sientan en lo más mínimo incorporados a sus leyes.

Toda la herencia clásica enaltece la noción de ciudadano, Cicerón asume que tal entidad es aquella que tiene un “derecho” que lo prefigura como tal y le concede una serie de beneficios que lo eleva a una altura civilizada. Carecer de tal noción, de saberse parte de una res-pública, es la barbarie, y con ello el derecho entero se condena a un ostracismo, arrinconado en los ministerios y en los tribunales, ausente en los aspectos más básicos de la vida pública, en donde un cúmulo de bárbaros se disputan el espacio como sus fuerzas vitales les permiten, a la altura de bestias irascibles que no logran sentir a la legalidad como parte de sí, igual que el suspirar por una bella imagen, o soñar por un ente amado, y, como dirá Rousseau, dar gracias por ese momento en donde el ser humano dejó de ser esa criatura estúpida y violenta, para incorporarse en el estadio civil que es como acceder a una segunda naturaleza, a disfrutar de los bienes civiles y luchar por ellos cuando sea necesario; a defender el espacio de todos, de la ocupación de los demagogos, de los arcaicos, de los fanáticos, cuya presencia nos devuelve al salvajismo y hace del estado civil, un ente meramente nominal sin realidad pública existente.

Rousseau en el Contrato Social llama a “amar” el derecho, pues el amor es el único vínculo que puede establecer el ciudadano con sus leyes (generar sentimiento), y no así, la amenaza de un derecho reaccionario vinculado con la noción coactiva, pues, advertirá el ginebrino, cuando apenas comiencen a flaquear las fuerzas del órgano coactivo, esos esclavos que vivían bajo el dominio de la pura coacción se lanzaran en armas para destruir al tirano, parecido más a un terrible padrastro, que a la más importante creación de la inteligencia humana que lo arrebató de la indigencia y la suciedad. El derecho como “bien amado” es la única garantía para considerar que el arribo legítimo al estado civil, se ha concretado, y que los ciudadanos son los entes con plena capacidad de defender sus leyes sin que otro se los ordene, a la manera del Sócrates platónico que prefirió morir en respeto a su legalidad, que transgredir a favor de su muy particular interés.