Las generaciones que actualmente componen la población económicamente activa del mundo nos enfrentamos con visiones del futuro contradictorias, excluyentes, agravadas con nuestros propios sentimientos de culpa, algunos justificados, otros inventados. Parte del estrés intergeneracional puede deberse a la ruptura de los paradigmas sociales que hubo hasta finales del S. XX, con la caída de la Unión Soviética y la aparente fatalidad del libre mercado y democracia representativa como único modelo posible de progreso y coexistencia humana. Uso la palabra fatalidad como se debe, es decir, como algo inevitable, no nocivo. Este punto no es ocioso, puesto que los ajustes en las relaciones internacionales y la violencia (de todo tipo) como hecho político indiscutible del S. XXI, nos recuerdan la fragilidad del arreglo democrático, si bien la versión de libre mercado con controles políticos de grandes potencias ha demostrado mayor resiliencia política.

Para decirlo con ejemplos claros: quienes nos encontramos en edad productiva, nos enfrentamos con el regreso de una ola populista teñida de posverdad, por lo que nunca ha habido tanta información en la que confiemos tan poco, con el descrédito de los mecanismos democráticos en favor de figuras mesiánicas o dictatoriales posmodernas, como ocurre en Rusia, China, Turquía, Hungría, así como nuestras copias piratas en Latinoamérica, y con algo que, no exento de mala fe, algunos han llamado el catastrofismo climático. La complejidad estriba en que, también como parte de nuestro sentido común, somos propensos a descreer de cualquier afirmación que no venga acompañada de números y mediciones, sean coherentes o no, por lo que no pareciera ser esta una época propicia a la posverdad. Los grupos de interés son más alarmistas que nunca cuando creen que se está violando una práctica democrática en donde sea, por el motivo que sea y, a la par de la rigidez con la que activistas y organismos internacionales exigen a todo el mundo hacer sacrificios proambientales, también forman parte de los colectivos que exigen desarrollo tangible e inmediato para los países y estratos pobres y en este punto me quiero centrar.

La postura políticamente correcta es la de los catastrofistas. El medio ambiente como lo conocemos se acerca a su inevitable destrucción por la sobreexplotación de los recursos naturales a lo largo de muchos años. De un lado están los viejos, los que se han acabado al mundo de a poco, para satisfacer su avaricia. Están representados por corporaciones voraces y gobiernos corruptos que le hacen el juego a esas corporaciones. De otro lado están los activistas y, en general, una serie de grupos de interés que pugnan por una transformación completa del modo de producción a fin de hacerlo sustentable (es decir, que el mundo no se destruya a costa del progreso industrial). También están de ese lado, se supone, las generaciones que aún no han nacido pues se entiende que los activistas también hablan por ellos.

El problema es que, como ocurre con todos los grupos de disenso del S. XXI, se ha organizado un importante movimiento basado en un diagnóstico próximo correcto, sin una propuesta técnica viable de modificación de la realidad, por lo que termina siendo un tema ideológico, militante y bastante violento si se lleva a sus últimas consecuencias. Según datos de la Agencia Internacional de Energía, las energías renovables no podrán sustituir a los combustibles fósiles durante varias décadas, sin importar el grado de inversión o de avance tecnológico que se canalicen a su desarrollo e instrumentación. La sola demanda energética doméstica de China e India requiere que la producción de los hidrocarburos en todo el mundo aumente de manera consistente. Y de las economías de China e India dependen las cadenas de suministro global de todo el mundo, incluido México.

En el plano de la soberanía nacional (y demostrando que el rescate de PEMEX no es una ocurrencia infundada), baste recordar que la crisis entre Estados Unidos e Irán y el creciente margen de maniobra que ha tenido el vecino del norte para lidiar con el Estado Islámico, se debe a que dejó de depender de petróleo importado al desarrollar técnicas que le permitieron explotar sus reservas en yacimientos no convencionales. Si se intentaran las ideas de los ambientalistas radicales se encarecería la producción de energía de una forma tal que una gran parte de la población mundial quedaría en la época de las carretas. No exagero: lo poco que se ha intentado, como medidas simbólicas contra el plástico y la “descarbonización” de la industria, ya está dejando sentir sus efectos no deseados. La falta de plástico encarece los alimentos y las calificadoras internacionales acaban de bajar la prospectiva de dos de las cementeras más grandes del mundo, debido a que sus medidas para reducir sus emisiones de carbón provocarán, según los expertos, un aumento considerable en los precios de la construcción en toda Europa.

Sólo son ejemplos para ayudar a ilustrar un hilo de pensamiento: el combate a la pobreza en el mundo depende del desarrollo, el desarrollo depende de la energía accesible a todos y esta accesibilidad depende de que haya una producción suficiente, que hoy no es posible a través de energías limpias. Así, estamos en la disyuntiva, presente, no futura, de combatir la pobreza y marginación en el mundo, así como sustentar los empleos (los que permiten a los activistas dedicarse al activismo, por ejemplo) y al mismo tiempo virar el timón hacia energías cada vez menos nocivas en su impacto ecológico. Pero no es fácil, no es barato y no será pronto, le pese a quien le pese.