En comunicación y en política la ignorancia es el común denominador de todos los discursos.
Toda verdad se demanda verificable, pretensión que al paso del tiempo han negado tanto las religiones como las ideologías. Anulando toda deliberación, ellas, sólo han secuestrado a la verdad; forjan así al dogma, universalización dominante a la que ha de someterse todo ser humano. Propietarias ilegítimas de la verdad, adjetivan como paganos a quienes no compran sus ficciones.
Hay verdad no por revelación, sino por la capacidad de edificar y entender la validez o la eficacia de los procedimientos cognoscitivos que describen y nombran a la realidad, el sujeto dispuesto a entender al objeto. El viejo problema del criterio de verdad aparece en escena como arlequín malicioso, que se burla de toda convicción enseñando que es la conformidad la que se impone finalmente.
El viejo reto de la comprensión, del entendimiento de la realidad, se presenta con mayor fuerza en este siglo XXI. Es necesario más no suficiente adecuar al entendimiento con las cosas, con los hechos, razón por la que debe recuperarse su sentido ético. El siglo XX lanzó la inadecuación del conocimiento con la multiplicidad de objetos que quiso dominar, la voluntad de poder desbordada (economocracia y tecnocracia). Así, se perdió la capacidad de preguntar con sagacidad y penetración, el saber hacer las preguntas pertinentes, arte relevante para comprender hoy la relación del ser humano con el mundo microscópico.
No se pregunta para saber, como Sócrates lo practicaba con la mayéutica (ya no hay parteras o parteros), sino para lacerar a la dignidad de los otros, para desnudar al Mundo en la pretensión pornográfica de una transparencia que es incapaz de construir su justificación ética. En el espació donde todos los velos han sido arrasados bajo la corrección política del lenguaje y la realidad, lo práctico ha perdido valor frente a lo falso dando paso al desvanecimiento de la libertad.
La política y los medios de comunicación son los espacios más infectados por el virus de la falacia. Parafraseando a Kant, el debate entre la política y los medios de comunicación es el ridículo espectáculo de ver a un sujeto ordeñar a un chivo mientras otro sostiene la criba.
Kant sustentaba que:
“Un conocimiento que no coincide con el objeto al que es referido, es falso, aunque dicho conocimiento contenga algo que pueda valer respecto de otros objetos”.
Kant.
El nuevo discurso dominante, de la política y de los medios de comunicación, es el de la inconexión del conocimiento con los objetos, el de la mentira. Nos invaden las mentiras sin ningún pudor bajo una apariencia de verdad en la que se oculta la ignorancia; así, en la búsqueda incansable de sensaciones y sentimientos, políticos y comunicadores se solazan con las imágenes de la Sociedad de la Transparencia bajo una falsa democracia comunicativa en la que se dice fluyen las ideas con libertad.
Aquí, es menester observar lo que se oculta bajo el velo de la transparencia política y comunicativa, el ocultamiento perezoso de la verdad y la comodidad de la mentira a la que la inmediatez convoca, se muestran hechos, no se interpretan hechos, dando paso a falsedades que se exponen como verdades desde el imperio de la nueva corrección. No se entiende que llegar a la verdad es un acto complejo que obliga a la comprensión de la realidad, al entendimiento. La verdad, como afirmaba Schopenhauer:
"No es una ramera que se arroje al cuello de quien no la desea; al contrario, es una beldad tan desdeñosa, que aunque le sacrifiquemos todo nunca podremos estar seguros de sus favores”.
Arthur Schopenhauer.
La ausencia de deliberación fortalece al mundo de la mentira, la razón es exiliada y sólo los sentimientos valen; así, sin el equilibrio razón-sentimientos la conducta humana se degrada en violencia verbal y física y la ignorancia manda. En comunicación y en política la ignorancia es el común denominador de todos los discursos. El cambio por el cual las nuevas generaciones deben apostar es el de la recuperación del uso público de la razón.
No significa eliminar del mundo a las sensaciones (los sentimientos), por el contrario, como Nietzsche lo pensaba, asumir que la vida exige ser apolínea y dionisiaca. La deliberación dionisiaca conduce a la catarsis, la deliberación apolínea al conocimiento.
Catarsis y conocimiento son herramientas de la verdad frente a la mentira, frente al virus de la transparencia que anula a la dignidad intrínseca de todo ser vivo al propio ser.
La trasparencia no es un desnudo erótico que sublime a la belleza, es la imagen pornográfica que insulta a la esencia de la vida.