A poco más de un mes del terremoto del diecinueve de septiembre, y la violenta experiencia de fragilidad sufrida por la gran mayoría de mis conciudadanos, es inevitable no tocar un tema tan significativo cuando el tiempo puede ayudar a calmar los ánimos, sobre todo cuando la Muerte rondó con su guadaña afilada durante los minutos eternos que duró el fenómeno. Como Voltaire hablando del terremoto de Lisboa del 1 de noviembre de 1755, en el Candide, calificando al infausto día como aquél que marcaría “el fin del optimismo”, los mexicopolitanos podemos afirmar, contrario a lo que afirmó el egregio francés, que el trágico 19 de septiembre de 2017 renació el optimismo en una parte de un país normalmente desencantado consigo mismo, convulso, atormentado por la violencia descarnada de los delincuentes del crimen organizado, y la retórica estúpida de un sujeto poco empático con otra cosa que no sea su infantil ego, el gobernante de EEUU que como la Peste, se ha prestado diligentemente a infectar con su purulento hocico un orden internacional ya de suyo frágil, y que ha hecho retroceder a nuestro pobre mundo a un contexto semejante al período de entreguerras del siglo veinte.
Tanto desconcierto pronto se transformó en el rejuvenecimiento del ánimo, y con la espontaneidad que normalmente invade el alma en estos casos, gruesos contingentes ciudadanos se aprestaron con valor a ayudar a su prójimo en desgracia. En segundos la imagen de un país deprimido, como una tormenta en el desierto, apresuró a reverberar en las arenas de la conciencia. Resultó que la muy estoica y desesperadamente fatalista sociedad mexicana y, la capa más joven dentro de ella, ni era tan apática, ni tan violentamente individualista. La imagen solidaria, pronto recorrió el orbe y donde otrora solamente se transmitía la información de la violencia, ahora el valor cívico provocó la admiración de un mundo que gracias a sus medios de comunicación (normalmente crueles e injustos con lo que se transmite de México), honraban las cantidades sorprendentes de ciudadanos volcados a las calles para cargar lozas, retirar escombros, surtir de equipo, medicamentos y alimentos a una pléyade humana que salía a las calles, trascendiendo el ordenamiento semiestamentario, que más nos podría recordar una escena de Tito Livio en cuya historia se retratan los más grandes momentos de la república romana, comúnmente acaecidos en situaciones de desgracia. La desgracia, esa que nos antepone la noción de fragilidad, clavando en el alma los valores que construyen el sentido común de la sociedad, recibía ahora una falange juvenil que daba un gran respiro a un mundo comúnmente empolvado en sí mismo.
Es obvio que una situación excepcional, responde a una contingencia en lo particular. Atender la tragedia, aunque sea por medios improvisados, fue la consecuencia del evento que como una nube de polvo, normalmente cubre los conductos respiratorios. La contingencia alertó a una sociedad que respondió, y lo más probable es que conforme avance el tiempo, todo quedará como otra cicatriz más de nuestra historia. La historia es un conjunto de cicatrices que permanecen por los tiempos, la memoria vívida se va diluyendo en la memoria, pero nada, absolutamente nada, ni siquiera el escepticismo a veces desesperante de una parte de la sociedad que minusvalora la acción civil, queriéndole quitar parte de su grandeza, quizás para ocultar su particular inacción (donde el miedo puede ser una situación entendible) o, lo que es peor, la falta de empatía hacia su ciudad, y por ello ocultar la vergüenza mediante alegatos exóticos descalificadores, debilitados por la reciente historia de la acción civil, conjunta a la igualmente ejemplar de las instituciones de un pueblo normalmente incrédulo hacia con ellas. Quienes salimos a las calles esos días, podremos recordar en el mismo lugar a las autoridades y a los ciudadanos de todos los rangos reparando el cansancio en la misma acera, comiendo de las viandas aportadas por otros ciudadanos, casi del mismo plato, del mismo baso, del mismo espacio-tiempo que a entidades tan diferentes solamente la desgracia pudo reunirnos bajo el mismo epíteto de ciudadanos.