No hay mejor indicador de la imbecilidad política que el autoritarismo: a mayor despotismo, mayor idiotez. Ejemplos sobran: desde los «intentos de falsa transparencia» de Sean Spicer, hasta las declaraciones cotidianas de Nicolás Maduro. Como toda adicción, la estupidez no respeta ideología, condición social, raza, edad o cultura.

En múltiples ocasiones hemos referido en esta columna la Teoría de la Estupidez de Carlo Maria Cipolla, que se puede reducir a que son tontas las conductas que dañan a su autor y pueden afectar a los demás. El malvado lesiona a otros para beneficiarse, el tonto se perjudica a sí mismo (y a veces también a otras personas). Por ello, debe resaltarse que, si bien se suele asumir que los dictadores son ruines, la mayoría de las ocasiones también suelen ser brutos.

De hecho, la diferencia entre un millennial nocivo y un déspota solo es el poder. Los berrinches de Kim Jong-un no son distintos de los de un anónimo comentarista de redes sociales o de los influencers de esta Región 4 olvidada de Dios. La divergencia se encuentra en la fuerza intrínseca: unos hacen daño por el monopolio de la coacción estatal, los otros por su capacidad de dispersar postverdades o linchamientos.

Por tanto, la peor combinación es un menso que le hable al oído a un detentador real del poder (y que éste le haga caso). Trump es tan mal gobernante como el equipo que lo acompaña. El ejemplo más claro de ello es que Rex Tillerson es su mejor secretario (quizá el único orgullo de su gabinete), mientras que Sean Spicer y Kellyanne Conway están en el otro extremo, el del humorismo involuntario de la estulticia sistemática.

Los liderazgos carismáticos son más susceptibles a la insensatez: por ejemplo, cuando un legislador o congresista es adoptado por los medios como el salvador o esperanza de la política, se diluye su capacidad de identificar errores y corregirlos. Primeramente porque los formadores de opinión pública ignoran esas fallas (o las minimizan); en segundo término porque el círculo de fans y asesores del iluminado se dedican a fortalecer la visión de que ese mesías no se puede equivocar y que cualquier crítica es una provocación o un acto malintencionado: esos ungidos son chivos en cristalería.

Por tanto, tan peligroso es un hombre del poder inteligente pero mal aconsejado (o cilindreado), como un líder democrático torpe y acompañado de mentecatos. El primero es un cañón que apunta a donde no debe; el segundo es una escopeta de perdigones que dispara a la multitud.

Quizá lo más irónico es que, en una sociedad donde todos reclaman la libertad de reprochar, opinar e injuriar, los primeros intolerantes con la crítica ajena sean los mismos influencers y líderes carismáticos que a todos fustigan. No sorprende que un dictador coreano o un déspota venezolano repriman el disenso (está en la naturaleza del escorpión), pero que representantes electos democráticamente (o que operan con recursos públicos) no puedan aceptar la crítica, solo confirma la ceguera adquirida del que está mal aconsejado.

Robert Dahl sostuvo que la democracia representativa no es otra cosa que una división técnica del trabajo: tenemos políticos profesionales para que los demás podamos defender casos, construir edificios o hacer pan. La plaga del siglo XXI son los equipos de los políticos, que han replicado los modos monárquicos: el jefe no se equivoca jamás… esté en la Casa Blanca o en una oficina de un país tercermundista. O sea, la plaga son los tontos. Y son muchos…