No es que no haya libertad de expresión, es que los que dicen que no la hay estaban acostumbrados a una libertad de expresión selectiva, acotada, parcial. Los que dicen que no hay libertad de expresión son los que tenían el monopolio (o casi) de ella a través de grandes y poderosos medios de comunicación y editoriales, esos vehículos privilegiados para difundir y propagar ideas y posicionamientos, algunos de ellos de su propiedad y financiados total o parcialmente por los gobiernos.

Eso hizo crecer el ego de ésos que dicen ahora que no hay libertad de expresión, que hay censura sin que puedan demostrarlo. Sus personalidades se hinchieron y ensoberbecieron como si se tratara de seres superiores al resto y ahora que no encuentran el eco de antaño para ejercer a sus anchas el perfil trabajado durante años, se sienten perdidos. Sus asideros antes sólidos se han ido desvaneciendo en la medida en que ahora las reglas son otras.

Por eso se resistían al cambio de partido en el gobierno federal, por eso utilizaron todos los medios a su alcance para que los partidos de la debacle paulatina y sistemática de México no se fueran de los distintos poderes y unieron todas sus fuerzas para denostar al movimiento y a la única alternativa que existía para salir del laberinto de injusticias y corrupción a que estuvimos sometidos por décadas.

Son incapaces de ver más allá de sí mismos, para ellos el mundo es su mundo y nada más. No los escucharemos ni leeremos ejerciendo su capacidad de análisis, sopesando lo bueno y lo malo de este gobierno con objetividad y claridad, como correspondería a quienes engrosan al grupo selecto de los llamados “intelectuales”.

Para ellos, la población mayoritaria, los pobres, son una especie de entelequia. Deben tenerlos en mente sólo para lamentar que su voto valga lo mismo que el de ellos. La democracia electoral debe parecerles una pesadilla. Desearían ser ellos y sólo ellos, grupo de notables (así se sienten), quienes eligieran a los gobernantes; es tan grande ese deseo y el que creen que es su derecho, que no terminan de asimilar y aceptar que Andrés Manuel López Obrador haya ganado la presidencia de la república.

Por eso desean con todas sus fuerzas que regresen aquellos a quienes les deben en gran medida su penetración en la mercadotecnia de la cultura, sus libros, sus revistas, sus puestos, su fama, su afición al turismo académico, la pleitesía que estaban acostumbrados a que se les rindiera, su fortuna. Saben que de regresar aquellos que corrimos por la vía de las urnas, todos o algunos de los beneficios enumerados regresarían para ellos.

Y entonces resulta que no pueden acomodarse a la nueva dinámica de las relaciones entre gobierno y gobernados implementada desde el gobierno federal, más concretamente a las nuevas pautas marcadas desde la presidencia de la república que rompen por completo con las del pasado reciente y ancestral, y se resumen en el establecimiento de una relación horizontal entre autoridad y representados, muy lejana a la verticalidad impuesta por los primeros mandatarios mexicanos desde hace mucho tiempo.

Y resulta que esa horizontalidad incluye la libertad de expresión y el derecho de réplica del presidente. Antes conocíamos determinadas posturas de quien ocupaba la presidencia de la república de manera indirecta a partir de medidas como la censura a ciertos periodistas, por ejemplo. “A la sorda y por debajo del agua”, como se dice coloquialmente. Ahora lo que hace el presidente en ese sentido es lo que dice; no hay mayor repercusión de sus dichos en sus adversarios que el alcance que puedan tener al ser escuchados por ellos y la ciudadanía. De esto no se deriva impedimento alguno para el ejercicio de la libertad de expresión de nadie, pero la transparencia tampoco entra en las coordenadas mentales de los que se dicen agraviados. Ellos, acostumbrados gozosamente a la opacidad y a la simulación.

En realidad la dificultad que tienen es deshacerse de la siguiente dinámica de correspondencias (aunque sería muy difícil que se deshicieran de ella por lo arraigada que se encuentra en sus personas, además de que no existe interés alguno en hacerlo): en sus dominios, en sus lares, en sus cotos, durante mucho tiempo reprodujeron o intentaron reproducir en sí mismos el concepto que tienen de la figura presidencial. ¿A qué concepto me refiero? A ése que confiere al presidente una aureola monárquica y divina. Fabrizio Mejía lo dijo muy bien hace unos días: “La palabra sagrada del rey se devaluaba si era constante o demasiado cercana al lenguaje plebeyo”. Era lo normal que con base en esa idea actuaran en el pasado los primeros mandatarios y por consiguiente sus beneficiados, convertidos en sus émulos o aspirantes a serlo desde sus pequeñas o grandes trincheras.

Por eso se indignan con la existencia de las mañaneras. No se acomoda a sus parámetros la figura de un presidente de cara al pueblo, siempre, todos los días, incluidos los fines de semana; de frente a la ciudadanía no sólo a través de la televisión o las redes sociales sino físicamente. Un presidente que por primera vez regresa una y otra vez a las rancherías, municipios y entidades de la república que visitó en campaña, le hayan dado o no el voto sus habitantes; que no llegó precisamente a sentarse en su trono como ocurría antes una vez que los ganadores o seudoganadores comenzaban a gobernar. Se le podrá reprochar lo que sea a López Obrador menos su alejamiento o su ausencia. Todo, menos el asumir el cargo como un ente ungido por los dioses y no elegido por el pueblo.

La figura de un presidente que se codea con la gente de a pie y no sólo con los de cuello blanco o gris, y que ejerce su derecho de réplica todos los días, está completamente fuera de sus estructuras mentales, no encaja en sus criterios, en su andamiaje conceptual, de ahí que lancen gritos de horror por lo que denominan “desprestigio de la investidura presidencial” cuando el presidente se expresa con base en ese principio de la comunicación horizontal, porque esa investidura es precisamente la armadura que separaba a los tlatoanis de la tribu.

Guardando las proporciones en el sentido de que, muy a su pesar, el presidente tiene muchísima más penetración que ellos en la sociedad ampliada, no en la restringida a la que ellos se deben, esa misma distancia entre pueblo y ciudadanos que antes predominaba es la que ellos mantienen con todo lo que está afuera del llamado “círculo rojo”. Así lo dijo AMLO recientemente a propósito de los medios de comunicación aliados y cómplices de los gobiernos anteriores y de sus intelectuales orgánicos: “Se quedaron en el llamado círculo rojo, en las nubes; como no tienen comunicación con la gente porque antes se pensaba que la política era un asunto de políticos y no un asunto del pueblo, se quedaron con esa idea, piensan que si desayunan, comen, cenan con políticos, con expertos, con académicos, con intelectuales orgánicos, así ya tienen conocimiento de lo que está pasando, de la realidad, porque le tenían también un profundo desprecio al pueblo, no le tenían amor al pueblo, menospreciaban al pueblo”.

Y así, en unos años hablaremos de esta época de luminarias desencantadas por el apagamiento necesario de sus luces artificiales, destacando el importante quiebre en la creencia de que en el ejercicio de la libertad de expresión caben las jerarquías, o los individuos de primera, segunda o tercera categoría.