Desparasitarse de esas grandes cuestiones que no exigen interrogantes; de esos nutrimentos que en nombre de “la verdad” peculiarmente encarnada en un sujeto, en una religión, en una facción o en la abstracción pura del concepto que conformará la ideología a cuyo nombre se firman las actas de exterminio de opositores, ante el beneplácito de una muchedumbre encantada de servir de testigo de una serie de violaciones flagrantes a la dignidad de otras personas con las que no comulgan, a las que denominan con infinidad de adjetivos deshumanizantes, con la intención de rebajar su humanidad a niveles de bestias “dignas” pero de ser sacrificadas en holocausto al bastardo en turno, envestido de los poderes civiles, religiosos o populares que “le confieren” la más absoluta capacidad de ser juez, parte, verdugo y hasta expiador de sus “infames crímenes”.
Es inaudito que la humanidad se empeñe en revolcarse en viejas ciénagas ya por otras generaciones bien conocidas. En un momento en donde el gran desarrollo de los medios de comunicación, y donde como nunca antes la humanidad ha podido acceder a beneficios materiales e intelectuales en abundancia, el olvido de toda una generación de esa misma historia e ideas que han pasado su factura asesina a las eras, sea la misma que estancada en los costos de sus decisiones, sufra la infamia del fanatismo que otrora podía guarecerse en los estupendos dominios del Occidente civilizado; sea el contingente al que el terror asesino del terrorismo les llegue a sus fabulosos bulevares, y como corderos en el matadero, se les asesine con una frialdad igual de frívola que ese mundo que se creía sano y salvo de sus propias locuras, bajo el auspicio del igualmente enajenante consumismo. Locuras varias, infames, crueles, míseras…, que la vergüenza de su cometido quizás las hizo materia de académicos, o germen de la peste que corroe las venas de sociedades envueltas en el terror de las contradicciones de un liberalismo que sin concluir sus proyectos desarrollistas en esa gran utopía del progreso, encendió la mecha de una violencia que embarra las aceras de París, Cannes, Manchester, Londres, Berlín, Estocolmo, y hoy mismo en la bella Barcelona, cuyos mosaicos modernistas, y ante los murales de Miró, la joya de Gaudí recibió la rabiosa manifestación de un fanático que ha hecho de ese orgullo clasemediero occidental: el automóvil, el medio mismo de su camino de sangre y amputaciones, sobre una población que en sí misma no tiene responsabilidad alguna del terror instaurado en sociedades que se debaten entre las rémoras de la teocracia, y la incursión agresiva de un sistema económico poco piadoso con sus exclusos.
La desgracia del renacer de las ideologías no se limita al viejo Mediterráneo, las costas de América lo mismo observan la baja disputa de esclavistas orgullosos de su blancura (…), un presidente rubio de piel anaranjada que los exculpa y los eleva al sitio de los opositores al supremacismo (como si el racismo pudiera aspirar a su redención a través de un gurú de los negocios newyorkino), y una parte de la sociedad venezolana que confiada en la palabra del dictador Maduro, se parapeta en la exótica creencia de que Rusia y China están dispuestas a impedir el repudio de una veintena de países latinoamericanos y la Unión Europea, a los que ha llenado de vilipendios cotidianos por parte del amo y de sus esclavos, restados en legitimidad, pero aún sostenidos por el poder de la ideología y la propaganda que no reconoce sus propios errores, y acusa al mundo entero de buscar el petróleo que la propia dictadura ofrece sin rubor a EEUU a cambio de los dólares que no desprecia. Lo más increíble es el silencio cómplice de partidos políticos que en su reivindicación revolucionaria callan las atrocidades del régimen chavista, como ya en otros tiempos –cosa que no se les debe, ni puede perdonar- se callaron los genocidios de Stalin en la URSS; las purgas de los Caucescu en Rumania; la invasión soviética a Praga en esa hermosa y lejana primavera sesentera… y tanto intelectuales como simpatizantes de regímenes dictatoriales, se prestaron a servir de muralla ante la crítica internacional, y aún ahora, viejos y anacrónicos, las rémoras continúan su campaña genocida a favor de la realización de un ideal que a su decir, les permite acusar con el dedo flamígero a quienes no compartimos sus ideas, razón que les permite, a su ver, denostar la calidad de la crítica alegando “ignorancia”, “prosistema”, “enajenación” y demás infundios a los que se han prestado desde siempre muchos de los que deberían ser una muralla impenetrable ante los radicalismos, pero que hasta usan sus cátedras y sus publicaciones para llevar un mensaje falsamente libertario, que esconde el terror en nombre de una doctrina que no amerita críticas, sino todo lo contrario, una petición de fe que insulta la calidad intelectual de su defensor, no por profesar la doctrina, sino por haber asesinado la facultad crítica que, puedo afirmar, es quizás el gran aporte de la filosofía de un Occidente que fue capaz de al menos exigir fundamentos a su fe, a su gobierno y más tarde a su estado, de recriminar las desigualdades económicas y hasta de cambiarlas en una platonizada idea de justicia que no se conformará jamás ni con las grandes teorías por sí solas, ni tampoco en la encarnación justiciera de un amo todopoderoso que ya en nombre de dios, de la ley o del pueblo, se siente portador de esa mentada envestidura que le autoriza a administrar los tribunales civiles y morales (sí, ambos), en el delirio que peligrosamente hace del representante civil un ente dotado del supremo beneficio del “bien en sí” o del “instaurador”.
Siempre ha existido cura a la enfermedad fanática, no digo nada nuevo, tomen sus libros, nutran su alma, inquieran esas enseñanzas que se trasvisten de amorosas redentoras, que no admiten ningún cuestionamiento a su decálogo como si esas cosas de humanos hubieran sido producto de la iluminación de unos cuantos iniciados que dicen: “quema todo y sígueme”, y con ese gusto que a las sensibilidades juveniles inspiran los mesías portadores de un florido léxico y una teatral expresión, forman las legiones de irredentos que se abren paso entre llamas y escombros, para que sólo pase uno entre todos, uno sólo: el amo deificado que prometió traer el bien de los cielos e instaurarlo en las malsanas ruinas de un mundo pecaminoso, que ya no se distingue del opositor meramente político.
Esa relación apestosa que equipara la moral con la política, posee el tóxico elemento del “bien” emulsionado con el del “gobierno”. El “bien” es un principio básico de la ética, dependiente del reconocimiento de la facultad intelectual de cada ente consciente, pero que se contamina cuando un tipo asume que instaurará el bien sobre el mal encarnado en todos aquellos que no piensan como él. Cuando el encabezamiento de un movimiento regeneracionista del bien, se convierte en principio de lucha civil, el principio ético pierde su matriz filosófica para consagrarse en un principio ideológico. La pureza crítica se pierde, y se envuelve en el manto puritano de una causa de orden público que reta al “mal” que encarna “el otro”. Esa acusación del mal se reduce a muy simples objetivos de fácil acceso popular, que se sabe conseguirá amplias simpatías: temas económicos; transicionistas del poder, o interpretaciones religiosas versan entre los más gustados. La fácil relación establecida entre la propaganda y el sentir popular genera una inmediata simpatía y se genera esa fácil tergiversación en donde el pensamiento de muchos tiene que ser por fuerza “verdad”. Como “muchos” o la “mayoría” piensan así, debe ser “bueno”, y el redentor se constituye en el mayor representante de tan “noble causa” que saca lágrimas a las masas, y promueve el arrojo más despiadado de otroras grupos pacíficos, en valientes hijos de la causa, que exterminan opositores porque ellos, los “hijos de la verdad”, son los arcángeles del bien, y si matan, sólo puede ser por la instauración del bien sobre esos despiadados malignos que viven del sufrimiento popular (…). Confundir una noción política que debe servir a todos los grupos sociales fundado sólo en el consciente principio de eficacia, auspiciadas por un consciente aparato legal en constante revisión, no tiene por qué detenerse en consideraciones morales que sirven a una consideración de carácter meramente ideológico, con todos los prejuicios que implica eso. Si un contingente de defensores de la familia entendida en términos píamente cristianísimos, asume que cualquier otra opción es maligna porque así lo establecen sus dogmas religiosos con pretensión de verdad, y eso se establece como un principio que debe regir la legalidad de una sociedad diversa, la negación de los no creyentes en esa noción de familia cristiana se hace patente, y cuando eso genera una política pública hace al gobierno partícipe de una noción particular del mundo por más “verdad” que presuma.
Esa locura infectó los regímenes políticos, por ejemplo, tras la primera gran guerra mundial, en donde se buscaron culpables de la derrota del viejo orden imperial en la psique germánica; se culparon a los judíos de ser agentes del comunismo o portadores de un gen antinacional debido a su “no pertenencia” étnica a una de las viejas sociedades occidentales. Sabemos que es un principio mañoso y falso, pues el pueblo judío estaba perfectamente integrado a sus respectivas sociedades con independencia de su fe, que su cosmopolitismo en lugar de empobrecer, ilustró magníficamente a sus sociedades como lo patenta la pléyade de intelectuales que son orgullo de las letras universales, y que más bien fueron usados de pretexto para exculpar los delirios militaristas sumamente agresivos de una gerontocracia incapaz de asumir la vergüenza de sus actos. Confundieron la política con la moral, hicieron de sus ambiciones y patologías principios ideológicos, adoctrinaron ejércitos populares enojados y frustrados con su historia reciente, y los hicieron igualmente criminales. Un nazi, por nazi, es un criminal que no puede aludir a su condición de particular su disposición a servir a las hordas supremacistas en su “búsqueda de bien”, son verdugos de una humanidad que se le opone. Esos fanáticos serán siempre apestados, y la condena y búsqueda de su extinción no puede ser sino una de las grandes causas de una humanidad que no aspira a la repetición de insulsos proyectos masivos de enajenación y violencia.
Una de las primeras realizaciones moralistas del “sumo bien” nazi, fue hacer una gigantesca hoguera donde los muy populares cuerpos del partido nacionalsocialista –siempre habló en nombre del bien del pueblo-, arrojaron los libros que a su ver, encarnaban el mal que mermaba el poder sublime del pueblo germano, las bibliotecas se convirtieron en una de las primeras víctimas de grupúsculos de enajenados envestidos del manto salvífico de la redención, los “buenos” se dispusieron a incinerar cualquier idea maligna que violara la supremacía aria, y ante la que una comunidad internacional de explotadores de los recursos alemanes, en franco contubernio, se habían unido para despojar al pueblo de sus sagrados recursos –que en su caso, era su propia sangre-, y esos “apátridas”, “traidores a la patria”, etc., no podía ser otro que el pueblo de los judíos altamente educados y poseedores de los medios de producción, que explotaban a la bondadosa per se clase trabajadora alemana. La historia siguiente la conocemos todos, y si no, tiene cada persona con un mínimo de decencia la obligación de saberla, porque de ignorarla sufrimos el riesgo de encubar fanáticos que presuman esa estúpida pureza llámese de sangre, de moral, de los valores sublimes del proletariado, etc., y que en nombre de ellos construyan campos de exterminio, hagan guerras por principios miserables, y encumbren a infrahumanos con aires de superioridad moral que hacen de la culpa al otro, la consigna preeminente de la propaganda a la que debemos muchos de nuestros más pérfidos momentos que son símbolos de vergüenza.