Jericó Abramo Masso no planea retirarse de la política, como lo hará el panista Guillermo Anaya, después de haber perdido la oportunidad de ser senador de mayoría o de primera minoría. Se encuentra, dice, “en una etapa de reinvención personal”, pero se resiste a pensar que su posición en el segundo lugar de la fórmula del PRI haya sido una trampa para eliminarlo de la arena electoral y de futuras competencias. “Nadie me obligó a correr un riesgo del cual era consciente”. Con 20 años de carrera y 43 de edad, el exalcalde de Saltillo cita al español Manuel Fraga Iribarne, uno de los padres de la Constitución posfranquista de 1978 y fundador de la Reforma Democrática, precedente del Partido Popular, para definir su situación: “En política todas las victorias son efímeras, y todas las derrotas son provisionales”.
Después del julio negro, Abramo y su familia hicieron la maleta y tomaron carretera por varias semanas para desintoxicarse y descansar después de tres meses de campaña. Sus asesores le aconsejaban impugnar el resultado —la diferencia con respecto al primer lugar era de 50 mil 745 votos—. En lugar de hacerlo, telefoneó al candidato de Morena, Armando Guadiana, para felicitarlo y desearle éxito. No había nada qué hacer. “La gente —reflexiona— dejó muy claro que no quería más de lo mismo, quería un cambio en la forma de hacer gobierno. La gente no estaba contenta, y en ese nivel de ánimo salió y votó. (...) El PRI tiene que hacer un alto en el camino, reinventarse a sí mismo y entender que tiene que cambiar; no solo en el discurso, sino en (las) acciones. Eso lo hará entender lo que tenemos que hacer, desde la base, para tener una mejor institución política”.
La primera actividad partidista de Abramo data de 1998, como subsecretario de Financiamiento del comité estatal del PRI en el gobierno de Rogelio Montemayor. En la sucesión de 2017 fue uno de los principales aspirantes a la gubernatura, avalado por su posición en las encuestas y su desempeño en la alcaldía de Saltillo y en la Cámara de Diputados, donde gestionó mayores presupuestos federales para Coahuila. Sin embargo, el gobernador Rubén Moreira, cuyo favorito era el acalde de Torreón, Miguel Riquelme, no solo canceló la posibilidad de elegir al candidato en un proceso abierto a la militancia, sino que vetó y amenazó a quienes se oponían a su proyecto.
En una gira por Torreón, a principios de octubre de 2016, Enrique Ochoa, uno de los peores presidentes del PRI, abrió las puertas de ese partido a los disconformes con el método de selección del candidato (dedazo). Era la oportunidad de Jericó para postularse por otro partido o participar como independiente. Javier Guerrero le tomó la palabra a Ochoa, coautor del fracaso electoral de julio: renunció a 40 años de militancia, denunció el cacicazgo de los Moreira y el secuestro del PRI por parte del clan y le plantó cara en las elecciones para gobernador. Posteriormente se afilió a Morena. Abramo prefirió alinearse. Permaneció en el PRI y apoyó a Riquelme. ¿Hubo castigo en las urnas por ello? Quizá, pero la hipótesis más probable es la de la traición.
A sus 43 años, Abramo acumula más cargos que políticos de la vieja guardia, como su abuelo Jorge Masso, quien renunció al PRI por negarle la oportunidad de ser presidente de Saltillo. Arturo Berrueto y Roberto Orozco ocuparon la alcaldía, pero ninguno logró ser diputado federal. Jericó otea el horizonte, acaso en busca de nuevas trincheras. Sus silencios dicen más que sus palabras. Resiste la presión de una entrevista sorpresiva. “No soy una persona traumada ni frustrada. (...) las derrotas forman más que las victorias”.