Los políticos y la política gozan de un enorme desprestigio en todos lados, en México y el mundo, fenómeno que se ha acentuado en las últimas décadas. No es ningún secreto el repudio social hacia todo lo político, la desconfianza hacia gobernantes, legisladores, representantes. Sospecha y hasta temor suscita el desempeño de los políticos y gobernantes en ámbitos de gran sensibilidad, como la seguridad, la Hacienda Pública, la supervisión y el control del Ejecutivo.
En este contexto, que presenta una fuerte carga ideológica, se abrió paso la idea de que los ciudadanos deberían tomar en sus manos el gobierno, en una suerte de democracia directa. Cuando menos, en esta mirada, que podríamos denominar antipolítica, los ciudadanos deberían presidir los organismos públicos encargados de las funciones estatales estratégicas.
Subyace a esta idea la creencia de que los ciudadanos, en abstracto, constituyen una reserva de virtud, honestidad, eficiencia y compromiso. Los ciudadanos están alejados de tentaciones políticas y son la mejor defensa contra la corrupción, los abusos y la imposición de intereses ajenos al interés público.
Con base en esto, en México comenzaron proliferar órganos autónomos, ciudadanizados, para desempeñar funciones estatales fundamentales. La Comisión Nacional de los Derechos Humanos fue el primer órgano autónomo. Luego siguieron el Instituto Nacional Electoral, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales, el Instituto Federal de Telecomunicaciones, la Comisión Federal de Competencia Económica, la Comisión Reguladora de Energía, entre muchos otros.
En este orden de ideas, la reciente destitución del Secretario Ejecutivo del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), reavivó el debate sobre la pertinencia de los órganos constitucionales autónomos. El CONEVAL todavía no tiene ese estatus, pero está en vías de obtenerlo, una vez que se emita la legislación reglamentaria que lo habilitaría como órgano autónomo.
La ruta de la ciudadanización parecía impecable, pues se trataba de que la Cámara de Diputados, o el Senado, designara por mayoría calificada de dos terceras partes a los consejeros o comisionados del órgano autónomo en cuestión, confiando en que este método garantizaría la imparcialidad de los ciudadanos que fueran seleccionados. Puesto que ningún partido tiene mayoría calificada, ello suponía que tenían que negociar y llegar a acuerdos para elegir a los ciudadanos más independientes, preparados y honestos.
Sin embargo, la historia reciente es abundante en casos de perversión de la idea de la ciudadanización de las funciones estatales y la captura de los órganos autónomos. En el INE, el nombramiento de los consejeros ha devenido en una escandalosa y pública repartición de cuotas entre los partidos políticos en la Cámara de Diputados; en algunas ocasiones, hasta el Partido Verde colocó a un consejero electoral.
En el resto de los órganos autónomos ocurre un fenómeno similar en el proceso de nombramiento de los consejeros o comisionados. Incluso, el pudor político que se mostró al principio ha quedado atrás, puesto que hemos visto, movimientos que constituyen una burla al espíritu de la autonomía, como el caso de Ximena Puente, a quien el PRI impulsó para ser comisionada “ciudadana” del INAI y, al término de su encargo, se hizo diputada del PRI. Hay decenas de casos por el estilo.
El principal daño de esta dinámica de cuotas y cuates, es que, en los nombramientos de los comisionados o consejeros de los órganos autónomos, los ciudadanos que realmente tienen preparación, experiencia y prestigio en la materia correspondiente, son relegados en los procesos de entrevistas, evaluación y selección. Es decir, hoy por hoy los ciudadanos que podrían dirigir dignamente algún órgano autónomo, o son excluidos por los partidos que prefieren poner a un incondicional o ellos mismos deciden no entrar a esos procesos marcados por la simulación.
Derivado de lo anterior, o al menos potenciado por este manoseo en el nombramiento de los integrantes de los órganos autónomos, ocurre un fenómeno totalmente pernicioso: la captura del órgano regulador por parte de los actores que, presuntamente, deberían someterse a las reglas y ejes rectores dictados por los órganos autónomos.
De este modo, vemos un INE sometido, en muchos temas esenciales, a la agenda de los partidos políticos mayoritarios. También el IFETEL se ha visto maniatado por los grandes jugadores como Telcel, AT&T, Televisa, TV Azteca, a los cuales el órgano autónomo no ha podido someter a la regulación establecida en la Constitución. La Comisión Reguladora de Energía, en la misma tesitura, también ha dejado pasar múltiples anomalías en función de la débil representatividad de sus comisionados o por el escaso respaldo del Estado.
Como podemos ver, el diseño institucional de erigir órganos autónomos ciudadanizados para garantizar el mejor desempeño de las funciones estatales estratégicas, sobre todo las funciones de regulación, no previó las dificultades sistémicas ni las resistencias que enfrentaría en cada etapa de su implementación. No obstante, esa idea de estructuración, o desestructuración dirían algunos, del Estado, conlleva objetivos y elementos que deben rescatarse porque apuntan a mejorar la vida pública nacional.
Desde luego, debe revisarse el hecho de que México tiene un número excesivo de órganos autónomos. Poquísimos países, o ninguno, tiene un órgano como el INE; cierto, los procesos del INE son referencia mundial por su calidad, pero se trata de un aparato burocrático injustificable, costoso y, en virtud de la legislación electoral, super regulado. Consideraciones similares pueden formularse respecto al IFETEL, INAI, COFECE, CRE, etcétera.
Ahora bien, tampoco creo, como lo han expresado personajes cercanos a AMLO, como Gibrán Ramírez, que la función estatal electoral debería realizarla una Dirección adscrita a la Secretaría de Gobernación. Porque, si bien es cierto que los ciudadanos no son ángeles y los órganos autónomos no son la panacea, también es cierto que las prácticas de corrupción, captura y saqueo de las instituciones públicas siguen presentes ante la impunidad y la falta de mecanismos eficaces para prevenirlas y castigarlas.
Entonces, ¿qué hacer? El problema es complejo, por ello, las decisiones y dichos del Presidente López Obrador respecto a órganos como la CNDH, el INE, el INAI, la CRE o el CONEVAL, deben analizarse en dos perspectivas cuando menos: por un lado, como expresiones de crítica a un sistema institucional basado en órganos autónomos que no ha funcionado como se esperaba; por otro lado, como expresiones que conllevan la tentación de reconcentrar todas esas funciones en el Presidente de la República, con los riesgos que ello implica para la eficacia, la transparencia, los contrapesos y la participación democrática.
También puede leerse la postura de AMLO ante los órganos autónomos, como una revisión del Estado neoliberal, que, es cierto, entre sus postulados proclamó la autonomía respecto al Estado de funciones económicas cruciales como, por ejemplo, los bancos centrales, para poner a la política económica a salvo de decisiones basadas en consideraciones políticas o sociales.
En todo caso, es importante que la discusión pública sobre este tema fundamental, se base en la búsqueda de lo mejor para el país, para la economía, la política y el desarrollo social. No es una herejía cuestionar la existencia misma de la estructura de órganos autónomos que tenemos en México, pero la crítica debe apuntar a rescatar lo mejor que se ha hecho en este ámbito.
Del mismo modo, no debería verse como una herejía advertir los riesgos de que las funciones estatales que realizan los órganos autónomos, no pueden ser asumidas, sin más, por el Presidente de la República, porque, en primer lugar, no cuenta con la capacidad institucional ni con el personal especializado para desempeñar esas funciones. En segundo lugar, el juego de intereses económicos y políticos se ha tornado tan complejo, que la mera acción gubernamental no podría establecer regulaciones efectivas y, a la vez, imparciales, profesionales y transparentes.
Como vía transicional, se tienen que fortalecer las instituciones y mecanismos de fiscalización superior, porque sea cual sea el diseño institucional que impulse el gobierno de AMLO, la fiscalización y la rendición de cuentas son absolutamente ineludibles si queremos reamente un país más justo y democrático.