Dos analistas del diario Financial Times escribieron un artículo sobre los créditos que el gobierno británico ha dado a las pequeñas empresas. Luego de entrevistar a diversos banqueros, concluyen que al menos una quinta parte de los mismos están destinados a incumplirse. Les preocupa porque, dicen, esto se traducirá en “grandes costos para los contribuyentes”. La autoridad británica respondió con una parca declaración en la que asegura que la otra opción era no hacer nada y dejar que decenas de miles de pequeños negocios quebraran de forma rápida e inevitable. Lo interesante del debate, creo, es la visión que se tiene del papel del Estado en la economía y sus funciones principales.

La pandemia no cambiará todo el mundo para siempre, como algunos han anticipado. Eso me parece una exageración mística. Las personas tenemos una resiliencia enorme para regresar a los viejos hábitos cuando la percepción de crisis se agota. Pero es un hecho que algunas cosas sí cambiarán, y sobre todo, que muchas ideas que se daban por sentadas sobre nuestro arreglo político y económico están siendo puestas en tela de juicio. Y con razón.

La principal pesadumbre de los analistas financieros ortodoxos es que los créditos gubernamentales se están otorgando a todos los que lo necesitan, por esa razón y sin mayor calificación; es decir, no se está realizando un estudio de riesgo de los deudores a la manera que lo hace la banca comercial. En México, huelga decir, se han instrumentado programas semejantes a nivel federal y local. En su arista más conocida, se ha vuelto popular la expresión de créditos a la palabra.

Lo que subyace en el desasosiego de algunos actores es que la pandemia ha obligado a redefinir los límites del Estado, el mercado y la relación que existe entre ellos. Muchos quisieran que se combatieran los efectos económicos del encierro global con los instrumentos de siempre, pero es inviable. Acaban siendo modelos llenos de supuestos que no existen. Otros están tratando de diseñar, al vapor, manifiestos ideológicos disfrazados de planes técnicos, donde salvándolos a ellos se salva a todos los demás. Ningún gobierno ha mordido el anzuelo. En el mejor de los casos, los gobiernos que tienen dinero y crédito a tasa cero a manos llenas (como Japón o Canadá) están dando dinero a todos en lo que se disipa la niebla, sin preocuparse demasiado por las consecuencias de ese dinero en específico, en el mediano plazo.

Lo que escandaliza a tantos es que se conciba al Estado como una entidad que ayude a las personas de escasos recursos y a las unidades económicas más vulnerables, con una lógica ajena a la de la rentabilidad financiera. Hasta ahora se ha creído que la misión del Estado es no meterse en nada más que en lo que el consenso de los grandes capitales le exige: seguridad para las transacciones y comercio, impartición de justicia para cumplimiento de contratos, y salvaguarda de los mercados financieros cuando las burbujas especulativas revientan. Liberalismo clásico leído a medias.

Hoy los gobiernos de todo el mundo han reivindicado, por necesidad, una dimensión de la soberanía que estaba casi olvidada, la del interés público. Estuvo en entredicho durante décadas, pues la ideología dominante arraigó la convicción de que sólo existían intereses privados, unos más claros que otros. Cuando ese discurso se vuelve hegemónico, la solidaridad y la ayuda humanitaria dejan de ser obligaciones comunitarias y pasan a ser asunto de ingenuos o millonarios renacidos. Lo cierto es que el primer responsable de ellas debe ser el Estado, pues existe para garantizar la vida y la seguridad de todos sus habitantes, y en todos los aspectos, no solo la seguridad pública.

Será importante observar, de aquí a unos años, cuántos de los créditos que se le dieron a los pequeños empresarios se pagaron, y compararlos con el porcentaje de créditos que de cualquier forma se incumplen y pasan a formar parte de la cartera vencida de las instituciones financieras, siempre robusta. Pero sobre todo habrá que tener presente cuántas empresas y familias se salvaron de la quiebra y el hambre por las ayudas estatales que a través de créditos y desarrollo social se otorgaron en estos tiempos, donde más se requería volver a las anticuadas ideas de comunidad, solidaridad, y Estado, con mayúscula.