Ya desde los albores de la modernidad, Jean-Jacques Rousseau señaló una de las más grandes contradicciones de su época: ese juego de “apariencia” de conocimiento, en donde una entidad vacía, obtiene beneficios materiales a cambio de someterse a un extravagante proceso de aleccionamiento en donde grandes formulaciones carentes de sentido, le son impuestas a molde, sin mayor explicación que la orden explícita del profesor por aprenderse el formulario. Rousseau observará que el progreso de las ciencias y las artes también ha sido el encumbramiento de la mediocridad, pues concede sus bienes a entidades exiliadas del camino reflexivo y crítico que al menos la ciencia, no dejará de pedir siempre con ese dejo de escepticismo permanente, que bien nos remontan a príncipes del pensamiento como Descartes y Hume: “cuestionar siempre, hasta lo que se da como un hecho irrefutable”, tal enunciado lo podemos asimilar como un principio filosófico clave que dota de sentido a la ciencia moderna, y que es precisamente lo que la propia modernidad ha ido negando sistemáticamente, provocando una perversidad del proceso formativo, que en lugar de promover la humanización, ha fomentado es el automatismo acrítico de las fórmulas. Una “apariencia” de conocimiento, diría Rousseau, que esconde la crisis moral misma de un ser humano cada vez más lejano a su propia realización como entidad crítica y, por ende, libre.

Heidegger, en “La pregunta sobre la técnica”, bien lo explica cuando narra a una persona con formación de ingeniero caminando en la ribera del río Rhin; esta entidad hace invisible la naturaleza del río en un proceso cosificador que oculta el “ser” del río, que lo aleja de su “verdad”, pues el hombre observa la fuerza de las aguas, suficientes para nutrir una potente turbina ubicada en la represa idealizada por nuestro ente tecnificado (“existencia”, lo denomina el filósofo germano). Todo lo demás se borra: la fauna del río; los nutrientes del líquido; la rica flora ribereña; los sentimientos de la población a con una manifestación terrenal que se funde consigo mismo dotándolo de identidad. Es como recorrer la mayoría de ríos mexicanos atestados de pañales y plásticos, ricos en metales pesados y muebles desechados. Las moscas más verdes tienen su criadero, y las ratas, su madriguera; el hedor de las corrientes, con su imponente capa de espuma, nos recuerda ese nivel de degradación social, y nos hace cuestionarnos la calidad existencial de los entes que contribuyen sustancialmente, ya sea con su acción o con su omisión, a la abundancia pestífera de un manto dador de vida, al que se le encontró el útil de basurero. El principio utilitario: la adaptación del espacio al servicio de la comodidad humana, no importando la violencia aplicada al lugar, sino el grandioso logro de adaptar el sitio a lo que el humano quiera sin reparar en costos. Para tan egregio principio que puede definir mucho de la esencia del ser moderno, la utilidad ha generado un imponente aparato “formativo” que no repara en otra cosa que el beneficio aparente, porque el ser de la utilidad está basado única y exclusivamente en el saber “técnico”.

La técnica es un conjunto de reglas a seguir para cumplir con un plan premeditado. No analiza las cosas como parte de un todo, sino a la cosa aislada como parte de un fin exclusivamente utilitario: “servir para”. El “servir para” es hacer del río Rhin una fuerza aplicada en la generación de energía, o hacer del río de los Remedios, un basurero sorprendente en donde el mismo reflejo lunar se intoxica ante la inmundicia que corre, sin mayor preocupación de sus ribereños, mismos que saludan el paso de sus aguas con montañas de basura, como si fueran flores. Ambos ríos, si bien con importantes diferencias de forma, comparten la misma actitud frente a su sentido: son un útil, y ante la conciencia de sus habitantes, puede no representar otra cosa que un objeto al servicio de su más fatua comodidad: la “existencia” de aparecer como fuerza motora, o como basurero.

La técnica, se regodea de un lenguaje retomado de las matemáticas o de la física (claras perturbaciones a los espíritus de Galileo o Newton), que fácilmente se descubre a la hora de preguntar el sentido de cada algoritmo, y el docente no entiende el sentido de las coordenadas del plano cartesiano, porque al ignorar el pensamiento de su creador: el filósofo René Descartes –y hasta desecharlo, tachándolo banalmente de “teórico”-, y los cuestionamientos ontológicos del mismo, goza de la imposibilidad de su comprensión, y antes bien, fulgura su troglodítica ignorancia transmitida a generaciones y generaciones de entidades que en esta modalidad de “adquisición de conocimiento”, pierden poco a poco su humanidad. La humanidad implica la comprensión del sentido de las cosas, no nada más la receta vacía del hacer, sino del fin mismo y las repercusiones del hacer, que solamente con el desarrollo de las capacidades críticas se puede realizar. La crítica requiere de la conciencia, y la conciencia no aparece si no existe noción de diferencia. En el conocimiento científico, la diferencia es manifiesta con el estudio de diversas teorías (la ciencia moderna es un conjunto de teorías diversas que se proponen y contraponen entre sí, no de principios de “verdad” que exclaman su absoluto y, por lo mismo, su carencia de crítica). Una clase decente, presente al estudiantado una diversidad de teorías ligadas con la disciplina, se les expone, se les critica, se ofrecen diversas interpretaciones…, no se hace eso que muchos docentes irresponsables realizan al amparo de sus muy particulares preconcepciones: exponer su particular visión de mundo con pretensiones de verdad. No generando crítica, no provocando el desarrollo de la opinión de un auditorio que tiende a ser virgen en esas cuestiones, claro que habrá excepciones, pero que en su calidad excepcional, abarca una pequeña parte de un todo que consume la interpretación de un tipo con intenciones muy diversas, desde la propia limitancia formativa del profesor –carente de “humanidad”-, hasta la peor de todas: el mañoso adoctrinamiento ideológico que no aspira a formar entidades críticas (aunque en su manifestación mundana, se muestren como contestatarias), gracias a una posición irrefutable frente a la diversidad teórica. Engendrar seguidores dogmáticos de “la verdad” (…) que al ser verdad, resulta incuestionada (la verdad no se cuestiona, como en religión, al ser un principio revelado por una entidad suprema). El profesor se transforma en un evangelizador.

El profesor como evangelizador, es quizás la más peligrosa herramienta de este proceso cosificador; de esta catástrofe técnica al servicio del sin sentido, pues en lugar de humanizar –a través del sentido crítico que provoca la diversidad teórica-, incuba discípulos a los que ha extirpado el sentido crítico, imponiendo un dogma portador de verdad. El estudiante transmuta de humano a arcángel guardián de la verdad (y su pureza manifiesta en el mundo: en las costumbres, en la política, en la lectura de los textos, en los temas de debate público, en el sistema económico y educativo, etc.), y como ente dominado de una sabiduría que le ofrece la total respuesta a sus preocupaciones, lo hace un apóstol de una causa que comienza a ser dudosa, desde el momento que no puede cuestionarle nada. La actitud inquisitorial de la técnica deshumanizada, nos explica mucho de su desprecio e ignorancia brutal de otras disciplinas, en especial, de las disciplinas críticas como son las humanidades. Este proceso multiplicador de inmundicia será calificado por M. Oakeshott como una tomada de pelo patrocinada por el advenimiento de gruesos sectores de la población en las aulas, en donde la insuficiencia humanística de profesores y alumnos, generan ese círculo vicioso masificador, que promete “educación” sin ofrecerla realmente, y confiere adoctrinamiento técnico porque no hay posibilidades de más: “La superioridad del conocimiento técnico reside en su apariencia de surgir de la ignorancia pura y terminar en un conocimiento cierto y completo, su apariencia de empezar y terminar en la certeza. Pero, de hecho, esto es una ilusión. Como ocurre con cualquier otra clase de conocimiento, el aprendizaje de una técnica no consiste en librarse de la ignorancia pura, sino en reformar el conocimiento que ya se encuentra allí. Nada, ni siquiera la técnica más cercana a la autonomía (las reglas de juego), puede impartirse en realidad en una mente vacía; y lo que se imparte se nutre de lo que ya está allí” (M. Oakeshott, “El racionalismo en la política”, p. 31.). La tragedia que ha representado para la humanidad la entronización de la ignorancia y de su prima hermana: la ideología, se puede observar en la pauperización de la cultura, limitándola a una cuestión de oferta y demanda; en la limitancia adjetivizante y acrítica de la opinión pública (muchas veces puritana, dispuesta a quemar en la hoguera de la calumnia a la heterodoxía que cuestiona los valores de la masa), dispuestos a conformarse con el discurso demagógico que ofrece soluciones estúpidas, a votantes poco versados (muchos de ellos, ignorantes de su propia ignorancia), o bien, enfermos de ideología.

M. Nussbaum exige a los sistemas educativos contemporáneos una actitud humanizadora al amparo de las disciplinas críticas, que saquen de la apatía al estudiantado, y al mismo tiempo los formen con el respeto pleno de su criterio. A la manera de Sócrates y los estoicos, el poder de la capacidad crítica de someter a juicio la aprendido, de exigir a la inteligencia de cada quién aplique un cuestionamiento permanente de todo ese conglomerado de cosas que se nos presenta como conocimiento, por las amenazas constantes que se le presentan, con apariencia o promesa de veracidad, pero que no soportan la inquisición de un alma capaz de comparar y exigir razones:

“La tarea central de la educación, argumentan los estoicos siguiendo a Sócrates, es enfrentar la pasividad del alumno, exigiendo que la mente se haga cargo de sus propios pensamientos. Muy a menudo, las decisiones y opiniones de la gente no son propias. Las palabras brotan de sus bocas y las acciones de sus cuerpos, pero lo que expresan esas palabras y acciones puede ser la voz de la tradición o convencionalismos, la voz de los padres, de los amigos o de la moda. Es así porque estas personas nunca se han detenido a preguntarse a favor de qué están realmente y qué están dispuestos a defender por sí mismos como algo propio. Son como instrumentos en los que la moda y el hábito tocan sus melodías, o como máscaras teatrales por donde habla la voz de un actor. Los estoicos sostienen, junto con Sócrates, que esa vida no es digna de la humanidad que hay en ellos, ni de la capacidad del pensamiento y de la opción moral que todos poseen” (M. Nussbaum, El cultivo de la humanidad, pp. 51-52).

El peligro de no asumir lo que Nussbaum comprende como “examen socrático”, en clara referencia a la continua búsqueda de razones del filósofo ateniense, es eso que Rousseau, Heidegger u Oakeshott advierten continuamente: el empoderamiento de un falso conocimiento en detrimento del ser humano cada vez más oculto, transformado en un monstruo incapaz de visualizarse en el ser de otro, gracias al desarrollo de las facultades imaginativas que nos permiten recrearnos en seres diversos (“empatía”, dirá Rousseau); experimentar vidas de entidades distintas a las nuestras, en un proceso que nos acerca al “otro”, y más que tolerarlo, quizás, nos permita quererlo e introducirlo a nuestra existencia en su justo aprecio, con toda la dignidad y respeto que la sola utilidad ha demostrado que no da ni para perfeccionarnos en nuestra humanidad, ni para aspirar a una mejor convivencia en el marco de la pluralidad. Ser “empáticos” implica acercarnos más a la humanidad en su individualidad, respetando y apreciando lo que le hace ser un ser “digno”, como diría el conde Giovanni Pico della Morandola: portador de una parte del todo que lo hace uno. Esa unidad es sagrada, y debe protegerse por sobre todas las cosas, desde la filosofía y la ciencia, hasta el sistema político y legal.