Por recordar, recordemos la colectivización en Ucrania y las purgas de Stalin, los procesos de Praga, Budapest y Sofía en la posguerra, la invasión soviética de Hungría en 1956 y de Checoslovaquia en 1967, el genocidio durante la revolución cultural china, el golpe de 1981 en Varsovia, los procesos en la Habana contra Reinaldo Arenas y muchos otros disidentes del régimen fusilados, o condenados a prisión o al exilio. Fueron pocas las voces que desde la izquierda en el momento de los hechos se alzaban contra los desmanes cometidos en nombre del pueblo o de la revolución por quienes compartían ideario, retórica, fe religiosa, o una mera semejanza.
Recordemos a George Orwell, Albert Camus, Jorge Semprún, Guillermo Cabrera Infante y tantos nombres más que alzaron su voz contra cualquier forma de totalitarismo y en su momento fueron por ello denostados y repudiados por quienes con cinismo sostenían que había causas superiores para transigir con males que a ellos mismos no les afectaban.
En el momento de escribir estas líneas, Venezuela vive horas de angustia con unidades militares alzadas en varias localidades del país y muchos ciudadanos en la calle ondeando banderas. Lo que sucede en ese país no es un conflicto frentista entre izquierda y derecha, entre fascistas y socialistas, progresistas y reaccionarios, o una reedición de la violencia del imperio y la legítima resistencia popular en América Latina. Esto es otra cosa. Asistimos a la usurpación de los conceptos “pueblo”, “democracia”, “paz”, “libertad”, “legalidad”, ”socialismo” por un régimen formado por civiles y militares que, en virtud de esos conceptos, se arroga la propiedad del estado. Demasiadas veces hemos sido testigos en América Latina de la degradación de las ideas y hemos visto a dictadores de todo pelaje aferrarse al poder con uñas y dientes.
Desde su derrota en las elecciones de 2015, con la que perdió la mayoría en la Asamblea, Nicolás Maduro y sus secuaces no han hecho otra cosa que subvertir el orden constitucional, despojando al parlamento de sus poderes legítimos, neutralizando el poder judicial, y la fiscalía general de la república. Convencidos algunos de su misión providencial y cuidando otros de sus prebendas se han puesto por encima de los principios del estado de derecho. En democracia, cuando se pierden las elecciones, se entrega el poder. La única opción honorable que le quedaba a Nicolás Maduro tras su derrota era reconocerla y desalojar la silla presidencial. Pero lo que defiende ese gobernante no es ni el socialismo, ni el evangelio del “comandante eterno”, ni lo que él, de modo muy restrictivo, denomina como “pueblo”. Lo que defiende es un régimen clientelar, corrupto e incompetente. Eso no tiene ni color ni ideología. Es el eterno mal de América Latina. La defensa del fracaso. Lo que vemos es una reedición de ese populismo maniqueo alojado en cerebros que no alcanzan a percibir realidades complejas y reducen la realidad a fórmulas de catecismo. Este no es un conflicto de idearios; en las calles de Caracas no se manifiesta la “derecha traidora”, al decir de la flamante presidenta de la Constituyente. Son en su inmensa mayoría personas de toda edad, condición e ideología, que no quieren dejarse ver la cara por unos charlatanes. Son ya demasiadas décadas y generaciones de repetir el mismo estribillo. La sociedad venezolana está demostrando que no está dispuesta a aceptar el adoctrinamiento y la violencia institucional.
En Europa truena el silencio de la izquierda, esa que no quiere para sí misma lo que está sucediendo en Venezuela. Pero en América también faltan voces, las más importantes. Ya sabemos que las fuerzas conservadoras nunca pierden ocasión de ensalzar los desmanes de sus oponentes. Por eso faltan voces cualificadas de izquierda, que emitan juicios diferenciados, ecuánimes, pero claros y contundentes, y no le cedan el terreno de la crítica a quienes buscan rédito político por ella. En América, y en la izquierda americana sobran personajes como Maduro, Ortega y otros de su condición. Sus gobiernos son una vergüenza para quienes a lo largo y ancho del continente reivindican los legítimos derechos de una ciudadanía sometida a la irresponsabilidad de sus gobernantes, a la corrupción endémica, y a la rapacidad de las grandes corporaciones.
En México hay algún que otro patético simplificador. Por suerte son pocos. Otros se enredan en tecnicismos de leguleyo para defender las supuestas garantías democráticas del régimen de Maduro. Alguno más ha cuestionado la legitimidad del gobierno mexicano para condenar las acciones del venezolano. Alguna razón podrán tener, pero si empezamos con esto, también podríamos cuestionar la legitimidad de quienes juzgaron en Nüremberg, o instituyeron el tribunal de la Haya, o firmaron la declaración de los Derechos Humanos.
No son estas disquisiciones lo que se espera de la izquierda, sino voces autorizadas que denuncien la subversión de valores esenciales, los mismos que esa izquierda lleva en su ideario. El error de muchos izquierdistas no es un análisis deficiente del fracaso de sus utopías, o de por qué el sueño de la razón produce monstruos, sino la obcecación y la incapacidad de aprender; el cinismo de observar detrás de la barrera la opresión negándola, minimizándola, justificándola, o pasando de largo con un silencio calculado y cómplice.