Denunciar irregularidades e ilícitos es parte esencial de ser buen ciudadano, ¿pero qué sucede cuando se transita de mero denunciante a vigilante, es decir, a castigar infractores sin ser autoridad?
Nuestra Constitución nacional prohíbe la justicia por propia mano, así como las penas inusitadas (o sea, aquellas que están abolidas por inhumanas, crueles, infamantes y excesivas o porque no corresponden a las finalidades de la sanción). El linchamiento y el vigilantismo suele aflorar cuando la gente considera que las autoridades son ineficaces y las leyes inadecuadas. Sin embargo, la línea divisoria entre legítima defensa, queja justa y vigilantismo suele ser incomprensible para los militantes fanáticos, activistas radicales (o tarugos).
Las redes sociales se han dado gusto con el último happening de la temporada: Tamara De Anda (alias @plaqueta) denunció a un taxista que le gritó, los policías llevaron a las partes ante el Juez Cívico y se impuso una sanción al atrevido. Hasta aquí, parecería un caso ejemplar de valor civil, empoderamiento ciudadano y cumplimiento de la norma… si no fuera porque Tamara decidió, previo a la sanción, publicar en Twitter fotos con las placas del taxi y rostro del boquiflojo… eso ya no es legal, ni honrado, porque la sanción por vejaciones verbales es una multa (o arresto): la exhibición pública de un infractor administrativo no es una sanción legal, es un acto de venganza y linchamiento que excede a la norma.
Y, estimado lector, esto no debe minimizarse. La estigmatización suele tomarse a broma, hasta que le toca a alguien cercano. ¿Estima correcto que lo exhiban, porque la policía lo detuvo por una falta administrativa, como beber en la vía pública? Solo en las dictaduras se establece como sanción la humillación de los infractores: esa forma de castigar no respeta derechos humanos.
En suma, Tamara pudo quedar como una activista valiente y cívica, pero terminó siendo una abusona, que puede ser demandada por daño moral, porque propició un linchamiento mediático que se ha continuado en otros medios, que difundieron las imágenes del taxista (al que nadie disculpa su estupidez y mal gusto).
Y no, la falta no justifica que el castigo tenga «pilón». Así como nuestras autoridades son muy celosas en penar el «exceso de legítima defensa» (a veces desde la irracionalidad más lamentable), los linchamientos cívicos no deberían quedar impunes.
En México se tiene una vocación a la práctica nefasta de ventilar lo privado, tanto como diversión como forma de denuncia pública. Sin embargo, las redes sociales no son tribunales y la exposición de conversaciones, fotos o grabaciones no se justifica por ánimo cívico o activismo radical: las buenas intenciones no cancelan la estupidez de la ilegalidad agitadora. Solo es de grado la diferencia entre los gimoteos de los que pretenden que no se criminalice la protesta (de los que saquean tiendas de conveniencia) y los lloriqueos de los que pretenden que no se sancione al que somete a la gente al escarnio público. La doble moral, del que reclama lo que suele hacer, solo empeora el asunto y pervierte la denuncia, al convertir a minorías en élites de la lapidación.
El linchamiento público no contribuye al civismo, porque combate la ilegalidad con más ilicitud: eso hace que no haya diferencias entre el facineroso ofensor y el ofendido delincuente. Solo en Game of Thrones es válida la caminata de la vergüenza (y, sin spoilers, esa ocurrencia ya le costó muy cara al que la cometió): en el mundo real, la humillación pública es contraria a la democracia y a los derechos humanos (y una pesadilla de Michel Foucault).