Las problemáticas del mundo deben ser consideradas bajo un esquema de odio-violencia-reacción. En estos ejes puede entenderse la cotidianidad de lo humano. Más allá, incluso la naturaleza (no en sentido conceptual sino aquella entendida coloquialmente como el espacio salvaje) sigue estos parámetros como criterios de sobrevivencia. Frente a la imaginación (exclusivamente humana) que nos permite viajar al pasado y al futuro y decorar el evanescente presente, se une la conciencia y la dignidad humana. ¿Cómo es posible que la triada imaginación-conciencia-dignidad humana coexistan con el triángulo odio-violencia-reacción? Sin duda no hay un marco ético desde el cual pueda analizarse esta simbiosis y si acaso existe, será uno provisional, dotado de elementos culturalmente calificados como “apropiados o inapropiados” pero no bajo estándares de “buenos o malos”. Curiosamente la fusión (mejor dicho, confusión) entre moral y ética es señalada en sociedades contemporáneas para juzgar situaciones y comportamientos. Se prefiere decir “ético” que “moral” porque este último término tiene un sabor religioso, casi dogmático, mientras que lo “ético” es visto como algo neutral (no tanto en su valor universal). Se espera, por tanto, de cualquier participante de la polis posmoderna, un comportamiento “ético” respecto a lo ambiental y no “moral” porque finalmente la privacidad, mientras no rompa las reglas de la violencia tolerada, no debe seguirse; es el estigma de un mundo viejo que terminó en algún punto histórico indeterminado, cayó en desuso y representa retroceso. La criticidad del debilitamiento de esta errónea concepción de “moral” es el efecto de ficha de dominó que tiene sobre temas relacionados a la intimidad; La sexualidad, por ejemplo. El ritmo social ha vuelto pública la intimidad sexual. La desnudez ya no es motivo de ocultamiento ni la búsqueda del orgasmo es un asunto personal. El velo de Maya se ha removido y queda la exposición de la carne en cierta normalidad. Algunos grupos podrán encontrar aquí un ejercicio de libertad, otros podrán cuestionar que al perder la sexualidad su secrecía, se ha vuelto parte de algo más de la vida; se ha mundanizado y el misterio ya no genera ninguna expectativa. El sexo, en este sentido, es tan importante y tan irrelevante como el trabajo o la familia. Al arrebatarle el misterio, se humaniza la experiencia divina del placer y del amor. Por otro lado, retomando la teoría de la desinhibición como libertad, se anulan ciertos prejuicios, se aumenta la cantidad de posibilidades de vivir esta sexualidad y se desarrollan otros nichos de beneficio social: la salud, el comercio y la educación. Descentralizar el sexo del misterio tiene ventajas, pero tiene una grande desventaja: no quedan más espacios para lo sagrado no-religioso en la humanidad. Se pervierte la creencia y caemos en la superstición. Las personas buscando el horóscopo y guiando sus días de acuerdo a las palabras ahí expresadas. Se cruzan las manos para orar cuando el arquero tiene problemas defendiendo la portería en un partido de fútbol. Cualquier entidad con poder (física, moral o imaginaria) es ensalzada como deidad. No es una queja atemporal, no es loar la sumisión medieval frente a un crucifijo, sino cuestionar el crecimiento demográfico desmedido de dioses y diosas en el panteón cosmológico contemporáneo. Otro tema que demuestra el conflicto con la intimidad es la resignificación del “yo”. Convocados por el horror al solipsismo, la humanidad saltó al extremo de considerar que la autonomía (no institucional) y la consideración propia de la persona son actos negativos de egoísmo cuya sanción correspondía a la colectividad. En la masa social se desdibujaban los rostros y los rasgos particulares fueron aplastados e integrados al conjunto. Los casos excepcionales se volvieron también otra colectividad y el individuo, en la reafirmación de su ser, se convirtió en un ser-para. Esto tiene, como el tema de la sexualidad, dos posturas: aquella que considera que la persona debía disolverse para dar paso a la aldea global o que la persona desapareció frente a las demás, dejando una multitud sin dirección y a la suerte de liderazgos mediocres. En la primera hipótesis existen voces defendiendo una necesaria concesión de lo individual sobre lo colectivo: Cedo parte de mi libertad para que sea posible una convivencia segura. Cedo parte de mi salario o pago el impuesto para que los servicios públicos sigan funcionando. El argumento cae cuando la retribución no existe. Acepto ciertas normas de conducta, pero de igual forma sigo siendo potencial víctima de un robo o de un ataque terrorista. Pago mis impuestos, pero la calle donde vivo sigue sin estar iluminada adecuadamente.  

Es en el tema de la retribución en donde no hay justicia en estos contratos o pactos sociales. Son acuerdos de minorías vinculantes para las mayorías, por tanto, desaparecer el “yo” en función de la mayoría no es redituable ni viable. Incluso en los escenarios de prosperidad y bonanza económica, siempre habrá un pueblo o un país o varios que mantengan el estilo de vida despreocupado de otro país. En la segunda hipótesis es evidente la queja frente a la pérdida de lo individual, aunque no duele la posibilidad desconocida, queda claro que seríamos otra clase de humanidad si el “yo” fuera visto como un acto humano y no como una separación de la comunidad.  

Es un lamento inconsolable, la Historia avanza hacia la extinción de la persona y el nacimiento de lo compartido. No es terrible, desde el punto de vista de una equidad respecto a lo que tienen los demás y pueden ofrecer. Sin la conciencia individual, por ejemplo, no existiría la propiedad privada; apuntada por pensadores como la médula ósea de la corrupción de nuestra especie. 

Aclarada la imposibilidad de juzgar bajo los mismos esquemas la triada de odio-violencia-reacción, tendremos que anular los prejuicios que yacen sobre la idea del odio, la violencia y la reacción. En los dos primeros, hay una connotación negativa basada en comportamientos adversos al bien común. Sin embargo, el capitalismo salvaje, por ejemplo, se motiva en más de una institución universitaria y el clasismo, durante muchos años, ha sido visto como una extraña, pero eficaz, forma de superación social. Se considera que la violencia es una reacción de odio frente a lo que acontece (usualmente otro acto violento). La reacción debe ser la consecuencia final, el gran resultado que debe alcanzarse cuando el odio y la violencia han sido superados. No puede extinguirse la violencia (vista desde occidente) sin que el odio haya desaparecido o se vuelve un ejercicio de hipocresía, es decir, exteriormente he perdonado e interiormente sigo odiando y deseo venganza. La violencia, por tanto, resulta en una forma de expresión; deviene en putrefactos actos asesinos desde una herida infectada de resentimientos o crea nuevos caminos, aquí la importancia de la reacción. Si mi reacción es matar o lastimar porque he sido herido o lastimado, la raíz del odio sigue presente. Esta clase de comportamiento solamente genera una violencia estéril y agranda el círculo vicioso del odio. Si en cambio decido usar la energía de la violencia para sanar y luego construir una opción distinta para transformar aquello que no está bien, entonces la violencia tendrá un sentido y la reacción rompe el círculo vicioso del odio. Desde este sistema de acción, la violencia puede convertirse en paz desde la reacción. Esto creo y opino.