“Allá donde no hay muerte

allá donde ella es conquistada,

que allá vaya yo…”

Nezahualcóyotl

“En el camino no solo vas dejando tus huellas, dejas también tu cambio de piel y tu cambio de vida. La vida es mudanza, nada es estático y nada debe ser para siempre”.

Lo anterior me lo dijo hace muchos años una mujer sabia que trabajó en nuestra familia como empleada doméstica. Era chamana e indígena, mística y magia pura, sabía como nadie de herbolaria y aprendió a hablar español porque una de mis tías, maestra de educación primaria, le enseñó.

Recordé estas palabras no hace mucho. No crean que me las sabía de memoria: conservo desde mi juventud una libreta donde apuntaba lo que consideraba relevante, o de plano aquello que me orillaba a meditar y reflexionar sobre su significado.

Durante años le reviré que eso de “nada debe ser para siempre” era muy feo, pues una crece pensando que siempre tendrá salud, vida, amor, familia, casa, sueños, belleza, en fin, la niñez y juventud son la mejor etapa para sentirse inmortales, pero como bien decía “nada es estático y nada debe ser para siempre”.

Esa mujer, de nombre Manuela, cuando el año agonizaba nos sentaba a la orilla del río y después de prender sus inciensos y hacer sus rituales, nos tomaba de la mano a mis hermanos, a mis primos, primas y a mí y nos decía que debíamos ver el agua correr de un lado y voltear al otro, donde venía agua pura, nueva y cristalina.

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Si esa agua no corriera para seguir su camino, la que viene detrás, de más arriba, no llegaba, una debe correr y otra llegar, nos volvía a insistir.

Con ese pequeño ritual nos habló siempre de lo efímero de la vida y la urgencia de renovarnos siempre.

Manuela nació y creció bajo el yugo de un machismo recalcitrante, normalizando la violencia que sufrió junto con su familia, viviendo violaciones físicas, económicas y maltrato físico, hasta que un día ella y su hermana decidieron marcharse para sobrevivir. Habían sufrido lo inenarrable al ver cómo una de sus sobrinas, de doce años de edad, desapareció frente a sus ojos al atravesar la calle para comprar tortillas.

Unos hombres se estacionaron unos segundos, abrieron las puertas y la subieron sin que la pequeña pudiera defenderse ni ellas pedir ayuda.

A esta tragedia se sumaron más que ahora no comentaré. Manuela y su hermana intentaron buscar en cada rincón y en la medida de lo posible a la niña desaparecida, pero el desconocimiento del idioma fue siempre un obstáculo. Nadie las entendió, nadie las ayudó y tuvieron que sufrir vejaciones, discriminación y malos tratos hasta que un año después la hermana de Manuela murió y la hermosa chamana de pies descalzos y piel oscura llegó a mi familia teniendo solo 19 años de edad. Entre ella, mi tía y mi madre lidiaron con tres niños y seis niñas que crecimos en esa enorme y antigua casa cerca del río, donde el agua corre y nada debe ser para siempre…

Hace tres años dejé de ver a Manuela pero jamás dejé de tener comunicación con ella. La tecnología nunca se le dio, usaba un teléfono sencillo con el que recibía nuestras llamadas. Hace tres años de forma extraña y abrupta la vida cambió en la familia y nos tuvimos que separar. Cargamos con el duelo de la muerte de la tía que nos acompañó desde niñas, la última del matriarcado, y una de mis sobrinas acogió a Manuela en su nuevo hogar, donde dio a luz a una hermosa bebé que aquella mujer bondadosa cuidó como suya. Mi sobrina es antropóloga, feminista y activista al igual que otras integrantes de mi familia y pese a que los años habían surcado el rostro de aquella hermosa indígena de pies descalzos, siempre escuchaba que México también cambiaba como las aguas de aquel río, y hoy tenemos una mujer en la presidencia.

Manuela fue feliz viendo cómo el mundo se transformaba, las mujeres estudiaban, trabajaban, decidían sobre su cuerpo, protestaban.

A Manuela, nuestra nana, la muerte la sorprendió mientras dormía el pasado 28 de diciembre, día de los inocentes. Hablé con ella el día anterior porque me había dicho que se sentía cansada y extrañamente no se había querido levantar de la cama. No recuerdo haberla visto enferma desde que le dio Covid hace cuatro años, y ese cansancio me sorprendió. Jamás imaginé que no despertaría, pero como un ser místico solo cerró los ojos y su alma se elevó.

No para siempre en la tierra, solo un poquito aquí”, se lee en uno de los poemas de Nezahualcóyotl y Manuela nos diría: “nada debe ser para siempre”.

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Y acabamos el 2024 con ese dolor, pero con esa esperanza de que cada día es una mudanza, un cambio de piel, una agua cristalina que recorre el río para ser algo mejor. “Que tu corazón se enderece”, cito de nuevo al gran poeta Nezahualcóyotl y que 2025 nos renueve a todos.