Las noticias que refieren hechos brutales de violencia en distintos confines del país se suceden con tremenda fruición, ahora tocó el caso de dos sacerdotes jesuitas radicados por largo tiempo en la sierra tarahumara, dedicados con gran empeño a su labor sacerdotal, humanitaria y social en su parroquia de Cerocahui, junto con ellos fue ultimado un guía de turistas.
El hecho ya de suyo condenable se suma a muchos otros ocurridos con la victimización de mujeres, indígenas y de comunidades asoladas por la violencia. La oración se extiende para pedir el cese de la violencia por parte del Episcopado Mexicano, pero es claro que de las autoridades civiles se esperan acciones que pongan en pie el Estado de derecho.
También se anuncia que, en Chilapa, Guerrero, criminales desataron una confrontación con armas de fuego poniendo en riesgo a periodistas y líderes comunitarios, y así se puede continuar citando casos múltiples que dan cuenta de una criminalidad organizada que ha logrado captar, para su causa, espacios políticos de gobierno y de representación popular mediante su poderío económico, fuerza de intimidación y de dominio sobre instituciones públicas y de espacios partidistas.
Así la criminalidad tiene una expresión delictiva, económica, financiera y política a partir de las cuales alcanzan una capacidad, casi incontrastable, para doblegar a los ciudadanos e imponer su dominio en bastas regiones; no son extraños los casos, por desgracia, en donde las autoridades muestran connivencia y complicidad con ellos, y peor aún cuando la retórica oficial en el propio gobierno de la República muestra condescendencia hacia ellos. Es decir que los legitima, los extrae del espacio criminal y los incorpora como actores regulares de la vida de las comunidades.
La pedagogía montesori no parece ser el mejor método para disminuir la criminalidad, la comprensión compasiva tampoco; si hablamos de Estado y de derecho, la vía no puede ser más que el de su persecución, captura, enjuiciamiento y aplicación de las penas que están establecidas y que los juzgadores deben aplicar mediante juicios justos hacia los criminales.
La sociedad de la legalidad cede paso a la de la ilegalidad, ahí se recrean los delincuentes, saben que las probabilidades de ser detenidos, juzgados y condenados por las actividades que practican son ínfimas, pues campea la impunidad; entonces las actividades delictivas se convierten en el más productivo de los negocios, su rentabilidad está asegurada y la autoridad se doblega ante ella.
El gobierno reparte dinero a los más pobres para tratar de evitar que sean reclutados por delincuentes
El gobierno reparte dinero hacia los más vulnerables, esperando que con ello se resistan a caer o ser reclutados por los grupos delictivos, en una política de mecenas que espera acreditar su capacidad por encima de las expectativas que ofrece la delincuencia, pero sus resultados no son alentadores; sin embargo, sí resultan productivos para los propósitos clientelares en la vía de asegurar respaldos para su partido. Con esa actitud, también buena parte de la delincuencia se convierte en simpatizante y en fuerza electoral, pues obtienen el mejor trato.
Así la delincuencia se empodera y domina, ya no es la actividad de aquellos que esperan la noche para actuar y salen de escondrijos ocultos y se cuidan de no ser vistos; están ahí, a la luz del día, intimidan negocios, piden derechos, someten resistencias y abusan a placer; muchos son conocidos y temidos pues se sabe que tienen impunidad. Tienen presencia en todas las regiones del país e impactan todas las actividades de la sociedad.
La autoridad cree que debe abrazar a delincuentes
La autoridad cree que se debe abrazarlos; no atacarlos, que se debe convivir con ellos y tolerarlos; por ese camino nos gobernarán con ropajes de líderes, de operadores electorales, de filántropos, de empresarios; de hombres de bien hechos desde el mal, pero entronizados por la tolerancia, el encubrimiento negligente del gobierno, de su consideración y condescendencia.
Sin duda que la delincuencia ya nos gobierna desde el momento que se decidió no atacarla con rigor; la omisión se convierte en protección, en legitimación. Tal vez haya habido mucho de eso en el pasado, pero lo que sucede en el tiempo presente rebasa los indicadores que provienen de entonces. No los cubre el pasado, los avala el presente, los protege la displicencia de hoy para hacerle frente.
El enfoque neoliberal para combatir la inseguridad está derrotado, pues la solución no vendrá sola, no provendrá de ampliar los programas sociales y esperar que así decline.